Personalmente, siempre he considerado a Octavio Paz como uno más dentro de la
camada de intelectuales pedantes e hijos del régimen, que devoró a este país por casi
un siglo, por lo que me negué fehacientemente por varios años a leer su obra.
En el veía lo mismo que veo en Poniatowska, Monsiváis y Fuentes, Vargas Llosa o
García Márquez: la idolatría y el culto, en ocasiones irracional, a las plumas y obras
que, a opinión personal, no marcan un antes y un después, sino la evolución propia del
proceso de la literatura latinoamericana. Más aún, el uso indiscriminado de los medios
y sus plumas para que, de manera maquiavélica, difuminen sus rostros y cuerpos,
amantes del régimen porcino que los hizo famosos, con el fin de mostrarse rebeldes,
críticos y jóvenes. Que mayor grosería que hacer pasar como jóvenes a aquellos que
ya tienen una vida hecha.
No obstante, debo admitir, apenas avancé un par de páginas del “Laberinto” quedé
atrapado entre las oraciones y punzantes palabras que, tanto afirmación como escozor,
provocaron en mí un nuevo pensamiento acerca de aquél que en otros tiempos
aborreciera. Sin embargo, nuevamente, fue esa misma captura lo que me hizo, de
cierta forma, aborrecerlo nuevamente. El “Laberinto” funciona como ensayo que
recopila un pasado y características que Octavio Paz encuentra como adecuadas y
suficientes para la descripción, a grandes rasgos, del mexicano común. Tomados de la
mano de Paz recorremos alrededor de 500 años de historia mexicana, a la par de
ciertos episodios de la historia mundial, diluidos con contrastes de las artes y la
literatura hispanoamericana. Se esmera Paz en hacernos ver el hilo de aquello que
desde las primeras páginas pinta como una tragicomedia. Toma la historia del país
como navaja y, de forma casi quirúrgica, retira capa por capa de aquello que
conocemos como “mexicano”, pero en su pedantería intelectual, no hace nada más que
endulzar el trabajo de historiadores y sociólogos por medio de su cautivador uso de la
lengua española. Paz empieza, como buen acomodado del régimen, atacando aquello
que no se puede considerar parte del mismo: el pachuco. Lo ve como parte de México
y muestra, poéticamente, un odio o recelo ante la libertad absoluta que este personaje
posee con respecto al ecosistema donde el autor reside. Lo muestra como un infante o
un adolescente rebelde que no madurará debido a su negativa de integración con el
mundo que lo rodea.
Más aún, adentrados en los capítulos históricos, Paz actúa sólo como repetidor. Nos
explica las coyunturas nacionales, los aspectos sociales, políticos y culturales de las
generaciones, nos endulza la información que nos aburriría en un libro de historia por
medio de su excelente uso del español. Nos arrulla, despierta y excita en cada capítulo
que toca fibras sensibles, cercanas y lejanas. Nos habla de machismo y agresividad, de
silencio y sometimiento, de cerrazón e hipocresía, de máscaras, de malditas máscaras,
mismas que el usa y en las cuales se encierra durante su obra. Ataca a la historia, a los
arquetipos, a la economía y la religión, con aplausos y una antorcha en mano pretendo
seguir a Octavio hacia la hoguera de todos estos lastres que nos encadenan a una
realidad insípida y putrefacta, sin embargo, no logra aventar todo a la hoguera, propone
la quema de los males, pero no de todos. Se vuelve, como lo explica en el “Laberinto”,
verdugo, pero no víctima. Se siente en ocasiones que él y su papel se mantienen al
margen de la crítica, se da palmadas en la espalda, se vanagloria de su sapiencia y
gusto. Se presenta como un sabelotodo, que guía nuestro camino por medio de la
crítica a la historia y el contraste con las culturas, sin embargo, en el momento de las
preguntas personales prefiere callar y desviar la atención al pasado y no al presente.
Molesta que tuviese la fuerza de desmenuzar la historia nacional y no temer prender
fuego a los héroes clásicos, al indigenismo y los campesinos, a la iglesia y los liberales,
a los arquetipos y las leyendas, pero que, al momento de ser crítico con su presente, se
mostrara cabizbajo y débil, como si su fuerza se hubiese agotado en criticar el tiempo
desde la llegada de Cortés hasta la caída de Díaz. Olvida la barbarie de la Revolución y
la pestilencia de su estirpe. Se vuelve Pilatos, crucifica el pasado antiguo pero perdona
al reciente, y es exactamente esto aquello que me molesta y decepciona.
Como hijo de la Revolución, como discípulo acomodado del nuevo régimen, logra
criticar a quienes tuvieron su papel en la historia antigua pero no es capaz de criticarse
a sí mismo y a aquello que lo ha tomado como suyo, como una medalla.
Pero si hay algo que produzca mayor enojo en mi es que el “Laberinto” queda sólo
como casi la totalidad de los trabajos literarios: un revoltijo de malas y tristes
experiencias de las que no se proponen herramientas para superarlas, sino sólo un
montón de buenos deseos y frases rimbombantes que produzcan en el lector
melancolía y enojo. Paz termina mencionando que el mexicano ha despertado, se ha
conocido finalmente como fruto de una guerra civil que tiró a un caudillo eterno para
instaurar un partido de caudillos eterno. Pregunto, ¿Despertó el país o simplemente era
lo que en 1950 Paz necesitaba decir? ¿La autocrítica podría haber vislumbrado el
espectro de 1968 que es tocado en la Posdata del Laberinto? ¿No ya en 1950 el país
iba encaminado hacia aquél estruendo que marcaría un antes y un después en cuanto
a la vida del régimen y la fantasía, estúpida, en la que México se había sumergido con
respecto a ser “La Suiza de América”?
Mi molestia viene de la, aparente, ceguera autoinducida de Paz con respecto al fruto de
la Revolución y las cadavéricas manos que habían logrado acaparar el periodo de la
posguerra. Frente a la hoguera, Paz huye.
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