“Los valores y actitudes de la sociedad mexicana - moldeada por el cincel colonialista - han sido más difíciles de modificar de lo que ha supuesto el optimismo criollo, cuando éste ha existido”. Lorenzo Meyer entierra en la piel mexicana aquél cadáver que México carga sobre sus espaldas a pesar de su pútrido estado. Toma el cadáver de la Nueva España y lo coloca sobre la mesa, esperando que el lector capte el aroma pútrido de algo que, por vergüenza u obstinación, se prefiere ignorar para continuar con una fantasía de victoria total. Una victoria total contra un monstruo construido como enemigo público por y para el orgullo nacional, con el único fin de despojarnos de nuestras obvias raíces y diferenciarlas, estúpidamente, de aquéllas que el mexicano se miente, a medias, como propias.
Las raíces colonial e indígena, tan ajenas por separado pero tan tóxicas en conjunto, que afianzaron, con perfecta coordinación, los cimientos del presidencialismo mexicano que por poco más de dos siglos se ha encargado de repetir una y otra vez la misma historia del autoritarismo encarnado. La herencia del Tlatoani y los caciques indígenas, alineados con la herencia del Señor Feudal y los señoríos castellanos. Una increíble y peligrosa unión que lejos de significar el fin de cada una, se mezclaron para perpetuar un sistema que estaba progresivamente decayendo en la sociedad.
Tomando las ideas de Max Weber, podríamos decir que la sociedad mexicana, y sus respectivas raíces en el territorio mexicano tanto coloniales como indígenas, no han logrado separarse de la dominación tradicional, basada en la creencia sagrada de líderes santificados, y de la dominación carismática, de los líderes fuertes y carismáticos que logran manejar a la sociedad; el mexicano, en sus propias creencias y valores se encuentra entre las fases teológicas y metafísicas del desarrollo social, según el positivismo. Ve en los personajes fuertes una manera, vergonzosamente, de liberarse de la responsabilidad que implica asumir una ciudadanía, permanece en un estado de servicio frente a los Señores Feudales, se convierte la sociedad en siervo eterno en razón a que este le permita un modo de vida cómodo o no tan precario. Escribe Lorenzo Meyer que “la actitud de la opinión pública aceptaba la marginación del ciudadano promedio de los procesos políticos y la irrelevancia de las elecciones, a cambio de que los dirigentes de la cúpula corporativa garantizaran el crecimiento económico sistemático por la vía de una industrialización”. Adaptemos la línea, un poco rancia, al contexto actual y tendremos sólo el cambio de algunas palabras por otras, sin que el mensaje haya cambiado. Industrialización por crecimiento económico, cúpula corporativa por élites gubernamentales, fifís,empresarios, grupo atlacomulco, etcétera. El mensaje permanece estático aunque las palabras lo distingan del pasado. La sociedad mexicana, así como los siervos feudales, no buscan otra cosa más que la comodidad de vivir debajo del señor feudal, del presidente o del Estado para tampoco darle a la presidencia un poder que evidentemente se ha degradado desde la década de los 80s a la fecha. La sociedad mexicana, marginada en lo general y dividida en lo particular, siempre ha estado más interesada en el bienestar económico que en el político por la simple razón de que no ha experimentado un verdadero desarrollo económico sostenido que, como en otros países ya desarrollados, le permitan preocuparse de otra materia distinta a la de llevar un kilo de tortillas y frijoles a la mesa día a día. Es esta miseria, esta mayor importancia a un bienestar económico que permita el desentendimiento y la despreocupación por alimentarse, lo que el Estado, el autoritarismo mexicano y el presidencialismo feudal han aprovechado durante su existencia.
Más aún, se perpetúa la santificación o exageración de la fuerza de estos líderes, caudillos y civiles, en razón a que ante la propia miseria y la espera eterna por salir de ella, cualquier ayuda se convierte en milagro, cualquier audiencia se convierte en honor y cualquier acción, obligada por la ley, se vuelve misericordia. Se ignora la obligación de servir y se exagera la decisión de cumplir, cuando la primera debería ser la máxima y la segunda sólo una antesala ante la obligación.
La sociedad, por hambre o comodidad, se transforma en masa. Adquiere las características de la teoría de Gustavo Le Bon y se vuelve inconsciente, ¿por voluntad?, ante la agitación de los líderes y el contagio mental que provoca, desde siempre, el corporativismo mexicano desde sus raíces milenarias en la Península Ibérica y el Valle de México, dice Lorenzo Meyer: “Mientras ese momento no llegue, la masa deberá, por agrado o por fuerza, marchar al paso que marque el tambor que le toquen los líderes desde la cumbre del poder.” La masa lleva a sus integrantes a cometer actos extremos y se convierte en herramienta del poder, es impulsiva ante los estímulos externos, es inconsciente de su condición bajo una estructura feudal que la convierte sólo en siervo, es intolerante ante lo nuevo o lo que suponga un cambio, como aquéllos ciudadanos que buscan el quiebre de una política eterna de sumisión y delegación de responsabilidades a un Estado omnipotente, se excita ante las acciones de su amo, ante los arrestos mediáticos, ante los discursos patrióticos para defender al país como sabuesos, ante las reformas estructurales que traerán el tan esperado desarrollo, ante las promesas de ayuda a los marginados o de inclusión para los excluídos.
El mensaje sólo ha cambiado en las palabras y los enemigos, pero el sentido del mismo sigue intacto. Es una mentira. Es una herramienta para perpetuar a un sujeto como cabeza de Estado. Emperadores oportunistas, licenciados y militares oaxaqueños, liberales educados en Francia o centralistas educados en los Estados Unidos, pequeños y gordos empresarios, castellanos con armaduras de acero e indígenas coronados con plumas de quetzal. La verdad es que el rostro es lo único que cambia, pues la figura se perpetúa. Sujetos que llegan amparados por discursos y masas rabiosas que afianzan sus raíces apenas tocan la silla presidencial. Pareciera una maldición, como históricamente se cree mencionaba Emiliano Zapata.
Pero más allá de una maldición es sólo la repetición constante y emulación distante lo que provoca figuras individualizadas de poder, llámese presidente, gobernador, líder sindical o regidor. El nivel no importa, pues todos siguen una estructura que mira siempre a la cabeza en vez de actuar con respecto a la base. Es una tradición histórica servil, atada de pies y manos ante la caridad de los líderes y su beneplácito. Es una cultura de esclavos clavada, como un alfiler, en la médula del mexicano.
El fin llegará cuando los siervos comprendan su papel en la sociedad y encuentren el sentido de decir que la soberanía reside en el pueblo y no en sus dirigentes. Cuando la sociedad deje atrás su papel de dominados por el papel de liderados. Es muy distinto hablar de dominación y de liderazgo, cosa con la que el Méxicano se identifica de manera fantasiosa. Se dice líder, líderes políticos, líderes de opinión, líderes de grupo, de clase, sindical, etcétera. Se asusta de usar la correcta descripción, pues es un cínico en la acción pero no en el lenguaje. Le asusta saberse un dominador por escrito, un dictador, un autoritarista, un patrón, un amo. Prefiere la levedad y sutileza de ser un líder en las palabras, un presidente democrático, un líder férreo, un jefe flexible, un guía social.
Es como decía Octavio Paz en el Laberinto de la Soledad, con respecto a esa cultura vergonzosa del mexicano mentiroso, que busca en la mentira una manera de evadir su responsabilidad y su verdad, debido a que esta le resulta desagradable y asquerosa. Se siente cómodo en la mentira, en el “ya vamos a salir de la pobreza”, “pronto seremos un país de primer mundo”, pero evade la verdad de “necesitamos una sociedad madura política y civilmente”, “para llegar al primer mundo hay sacrificios que como sociedad deberemos tomar”. El mismo súbdito, el siervo mexicano común, prefiere la dulce mentira de su señor para olvidarse, aunque sea por un momento, de su marginación y desdicha. Es un círculo vicioso, el señor feudal miente para perpetuar su influencia, el siervo toma la mentira para escapar de su realidad, el señor feudal le entrega una limosna que le ayude con el hambre, el siervo calla y apoya a su señor feudal. ¿De quién es la culpa, del mentiroso o del que sabiendo la mentira prefiere callar para subsistir en el mismo estatus? ¿Cómo exigirle al siervo revelarse cuando de hacerlo perderá el sustento que permite su sobrevivencia? ¿Cómo exigirle al privilegiado que apoye al siervo para aumentar el grueso de su lucha contra el dictador? El autor lo reafirma, la debilidad social mexicana es resultado de una fragmentación extrema entre clases y grupos sociales al interior. No existe forma de encontrar puntos de acuerdo pues cada grupo, como el mexicano encarnado mismo, es egoísta. No buscan el acuerdo sino la imposición de sus ideas y voluntad, son reflejo de aquella figura omnipotente que ocupa el Ejecutivo, son el reflejo de la cultura de dominación. Gracioso que un país que desde sus raíces experimentó la esclavitud y que durante varios siglos ha estado sujeto a influencias y voluntades externas, trate de emular a sus caducos, o aún vigentes pero sutiles, amos.
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