viernes, 3 de julio de 2020

El galo mutilado: Arquitectura Nacionalista en el México de la Revolución

Se levantó ahí, engalanando una de las esquinas del primer cuadro de la Ciudad de México, con una vista privilegiada al zócalo capitalino. A su izquierda la Catedral Metropolitana, a la derecha el Palacio de Ayuntamiento y al frente el Palacio Nacional adornado con ángeles que parecían fijar la vista sobre los transeúntes que día a día pasaban frente a ellos. Carmen Romero Rubio, la primera dama, gozaba de visitar el Centro Mercantil para admirar y comprar los vestidos,  sombreros y demás accesorios que llegaban a la capital mexicana desde París[i]; Apenas en 1899 se había inaugurado como imagen de la modernidad que venía a México de la mano de Porfirio Díaz y su política de orden y progreso. El edificio tenía entonces que ser símbolo no sólo de la modernidad, sino del futuro, siendo su apertura un verdadero evento en la Ciudad de México que trajo a la clase media y a las élites mexicanas a compartir el espacio durante día y noche El tráfico se hizo difícil,  la entrada al edificio emulaba al centro comercial del Louvre en la capital gala con sus vitrinas impecables y llenas de maniquíes y otras ornamentas que llenaban la vista de los curiosos y los compradores con vestidos y trajes finos, de gala, casuales[ii], pero sobre todo ajenos a México y a los mexicanos.
El mismo palacete que se levantaba en la entonces esquina de Tlapaleros y Monterilla evocaba  un  estilo arquitectónico ajeno al colonial, barroco o churrigueresco mexicanos. Su configuración de coraza neoclásica y entraña art nouveau sería lo que el eterno caudillo había vislumbrado para forjar a la capital bajo un nuevo eje arquitectónico; el Teatro Nacional y el Palacio Legislativo, hoy Palacio de Bellas Artes y Monumento a la Revolución, habrían sido pensados bajo esta línea. Más allá, la misma escuela artística del país era una mera importación del extranjero, de París y Roma, siendo los arquitectos e ingenieros galos e italianos aquellos que manejaban la construcción y diseño de la Nueva Ciudad de México. Sus discípulos y colaboradores, si llegaba a haber mexicanos entre ellos, provenían de las escuelas en Europa y sus diseños seguían la misma línea, a lo mucho con una leve tropicalización que crearía entonces el llamado eclecticismo mexicano[iii]. El diseño debía evocar al arte y a la integración de todas sus disciplinas; lo que el poeta escribía debía ser interpretado por el pintor que a su vez daría pie al arquitecto[iv] y lo que el poeta, Porfirio Díaz en esta alegoría, había vislumbrado en sueños era la imagen de aquélla Paris moderna que hacía mucho había dejado de ser un mal recuerdo producto de la Intervención Francesa.
Lás únicas cicatrices aún existentes que los galos habían dejado en México a su partida desde el fin de la intervención francesa en 1867 eran aquellas que habían quedado en el físico de soldados y caudillos que repelieron a los extranjeros durante su estadía en el país. La cicatriz moral, el tabú con respecto a Francia había sanado y con ello el cambio de mentalidad con respecto a los antiguos invasores pasó de un pensamiento de defensa a un pensamiento de aspiración. El México Bárbaro del que Díaz quería separarse debía tener a la Belle Époque y a la Francia moderna como objetivo aspiracional.
Con el ascenso y posicionamiento de Díaz en el poder, apoyado por su círculo personal de científicos y otros personajes de la élite mexicana que mantenían una relación directa o indirecta con los galos, fuera por sangre o por los estudios, se comienza con la partición del México obsoleto por el México del progreso[v]. Las élites y los empresarios del régimen se mudaron del centro colonial, obsoleto y sin cultura, hacia las entonces afueras de la Ciudad de México que empezaban a construirse en su totalidad bajo la estética parisina, moderna y educada, que a Díaz y a la élite mexicana tanto cautivaban[vi]. El mismo centro de la Ciudad de México en secciones empezó su reconstrucción bajo la estética gala. El Centro Mercantil era la insignia del afrancesamiento, de la modernidad, del buen gusto y la educación en el primer cuadro de la Ciudad. Daba un golpe brusco al estilo de sus vecinos arquitectónicos coloniales, sus esculturas y columnas finas desentonaban con los muros de cantera y tezontle de las construcciones del primer cuadro de la ciudad.
Porfirio Díaz en vísperas del estallido total de la Revolución Mexicana habría ido a comer públicamente con su familia al Centro Mercantil para denotar la tranquilidad que los mexicanos debían poseer ante la incertidumbre de un nuevo conflicto en la república [viii]. Su visita pública a uno de los edificios que habían sido especialmente bien acogidos por Díaz y su círculo íntimo, era una manera más de dar ánimos y seguridad a la élite mexicana. Un espaldarazo para la élite a través del uso de aquellos palacios. La  última luz pasaba a través del vitral Tiffany que corona al edificio; el ocaso del Porfiriato ennegrecía no sólo a los científicos, los últimos rayos de luz tocaban las marquesinas parisinas, las columnas neoclásicas y las esculturas de mármol de carrara tan finamente esculpidas que parecían ser traídas del mismo Louvre.
El estallido no tardó en suceder, aquélla comida que Díaz y Carmelita habían degustado en el interior del palacete del primer cuadro de la Ciudad parecía lejana. Menos de un año después de aquella comida, Díaz estaría abandonando el país a bordo del Ipiranga en dirección a París. Mientras que en las calles de la capital así como los cadáveres se apilaban, los escombros de la otrora París mexicana yacían en el suelo empapadas con la sangre de federalistas, revolucionarios o mercenarios. Los horrores de la guerra civil empapaban los bloques de cantera de los palacios parisinos en las otroras colonias de abolengo que el Porfirismo había generado para acoger a la élite y las clases sociales altas y educadas de México. El centro mercantil mismo había sido testigo de la Decena Trágica y la masacre frente a Palacio Nacional.
Fue hasta mediados de la década de 1910, con Plutarco Elías Calles como uno de los líderes de la Revolución, que se empezó a jugar con la idea del olvido y el desmantelamiento de lo que para la revolución significaba lo vil, lo foráneo, lo obsoleto. Lo extranjero debía ser erradicado y se debía volver a la raíz del mexicano, no de la élite, sino del pueblo, de la masa social. Lo extranjero, esos palacetes parisinos, alienaban al mexicano común, lo hacía recordar lo inalcanzable, tanto lo económico como lo social. La raza debía hablar a través de su cultura, de su propia cultura, como lo proponía Vasconcelos. El mestizaje y la herencia indígena debía ser el rostro de México, no la máscara importada del invasor[vii].
Se mutilaron los palacios y de sus cadáveres se tomaron los recursos para la reconstrucción de los nuevos centros urbanos. Se recurrió a los elementos propios del país, el tezontle rojo y negro, la cantera; el uso de rocas que yacían en la república se reconsideró y se dejó atrás la obsesión del Porfiriato por poseer los elementos naturales del exterior.En las nuevas construcciones, así como en el muralismo mexicano, los elementos toscos y sobrios venían a dejar fuera los detalles finos y delicados de la Belle Époque, las águilas agresivas, los rostros indígenas y las columnas rectas y funcionales pasarían a ser el estandarte de la arquitectura [ix].
No pasó mucho para que el Centro Mercantil, que antes del estallido ostentara modernidad y el lujo, se convirtiera con la llegada de los revolucionarios en otro de aquéllos símbolos del exterior y lo ajeno. Su fachada que antes del Centenario de la Independencia había relucido sus finos detalles y esculturas, sería mutilada para hacerla partícipe del primer cuadro plenamente colonial y mexicano[x]. El tezontle ahora sería su pieza fundamental, las columnas finas quedaron relegadas a la fachada de la calle 16 de septiembre impidiéndole observar directamente a Palacio Nacional y al zócalo. Un castigo por haber sido un aliado de Díaz  menos de una década antes. Sus esculturas le serían arrebatadas y apropiadas por los líderes de la revolución. Si bien el Centro Mercantil no fue suprimido en su totalidad, como aquél Palacio Legislativo cuyo cadáver sería usado para el Monumento a la Revolución[xi], fue mutilado y en cierta manera puesto como ejemplo de lo que el mexicanismo había logrado tras la revolución. La reinserción de las raíces mexicanas, de lo propio, lo extranjero, dentro del ideario y la estética, había quedado relegado y satanizado. Era aquello un recuerdo de Díaz, de una época que había engendrado capataces y malos tratos hacia el pueblo llano. El Centro Mercantil recordaba al momento de su mutilación como aquél 20 de noviembre de 1910, Porfirio Díaz se sentaba junto a Carmelita para comer dentro del edificio.
¿Era la arquitectura partícipe de aquel modelo social? ¿Era el Centro Mercantil dueño de los latifundios y haciendas que explotaban a las clases bajas mexicanas? ¿Eran los palacetes de la ciudad los capataces que obligaban a los trabajadores a acudir a la tienda de raya a pagar sus deudas?
El cambio abrupto arquitectónico de la ciudad y del país en general no obedecía otra línea más que el traer al público y a la arena aquellos elementos únicos del mexicano común, que no podía ir a Francia a estudiar o que su trabajo no le brindaba los recursos para viajar a Europa en el verano. El nacionalismo a través de la arquitectura también hablaba por aquellos que habían muerto en Río Blanco o Cananea, por aquellos que habían sido obligados a ver estos palacios como un símbolo de lo que jamás podrían alcanzar. Era redimir a aquellos que por años se sintieron culpables de no tener tez blanca, ojos azules y cabellera clara. Era integrar mediante la cantera y el tezontle, mediante la escultura tosca y brusca a aquellos que habían sido casi exterminados durante las redadas de Díaz en Sonora y en la Península de Yucatán. Era traer  al indígena y el mestizo a la estética nacional y dejar de tener lo europeo y al caucásico como  ejemplos a seguir u objetivos a ser. El blanqueamiento de Díaz debía evitarse y pasar a aceptar la mexicanidad como lo que era y no como la simulación en la que se quería caer.


Referencias
[i]Sectur DF. Centro Mercantil. Sectur Ciudad de México. Octubre 29, 2017. http://www.mexicocity.gob.mx/detalle.php?id_pat=3916
[ii] Steven B. Bunker. (2012). Creating Mexican Consumer Culture in the Age of Porfirio Díaz. Nuevo Mexico: University of New Mexico Press.
[iii] Manuel Rodriguez. (2009). Introducción a la Arquitectura en México. Ciudad de México: Camión Escolar.
[iv] María Dulce de Mattos Álvarez. (2002). “El tránsito de un siglo. El art nouveau”. Casa del Tiempo, Marzo, 11-20.
[v] Javier Pérez Siller. (1998). México-Francia: Memoria de una sensibilidad común Siglos XIX-XX. Tomo 1. Ciudad de México: Centro de estudios mexicanos y centroamericanos, El Colegio de San Luis A.C., Benemérita Universidad Autónoma de Puebla
[vi] Laura Baskes Litwin. (2005). Diego Rivera: Legendary Mexican Painter. Nueva Jersey: Enslow Publishers Inc.
[vii, ix] Eloy Méndez Sáinz. (2010). “Arquitectura Mexicana Nacionalista: Un ideario”. Revista Rua, Septiembre, 19-25.
[viii] Ángeles González Gamio. "Hotel con historia." La Jornada, Febrero 03, 2008. Octubre 29, 2017. http://www.jornada.unam.mx/2008/03/02/index.php?section=opinion&article=034a1cap
[x] Luis Herrera de la Fuente. (1998). La música no viaja sola. Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica.
[xi] Judith Amador Tello. (2015). “El Palacio Legislativo que quedó en Monumento a la Revolución”. Proceso, Abril 19, 2015. Octubre 29, 2017. http://www.proceso.com.mx/401473/el-palacio-legislativo-que-quedo-en-monumento-a-la-revolucion


Los olvidados: orígenes de la identidad nacionalista de Texas

Casi 181 años han pasado desde que la estrella solitaria se independizó de la recién nacida República Méxicana después de la victoria decisiva en la Batalla de San Jacinto, donde los mexicanos tuvimos la suerte de que el presidente fuera apresado y  los contrarios la suerte de la firma de los Tratados de Velasco con los cánticos de guerra al fondo repitiendo una y otra vez “Remember the Alamo! Remember Goliad!”[i]. No habían pasado ni 15 años desde 1821, cuando mediante los Tratados de Córdoba, el Imperio Español reconoció la independencia de México cuando el norte, el territorio más extenso del país, se había empezado a resquebrajar.
Y es curioso que haya sido el tan famoso “Remember the Alamo!” el cántico entonado por los texanos durante la batalla pues, como se ha señalado anteriormente, los eventos de dicho lugar terminaron por ser el catalizador de la identidad de los texanos[ii], tanto de aquellos que llegaron desde 1790 en condición de migrantes de los Estados Unidos[iii] como aquellos que habían pasado de ser españoles a mexicanos en 1810.
Si bien entendemos que la identidad texana se formó durante la Batalla del Álamo, ¿de dónde se originó la misma o qué la llevó a convertirse en lo que conocemos hoy en día? Para poder encontrar una respuesta primero debemos entender el contexto de Texas y los texanos, pues de ahí podremos seguir el hilo para hacer una conclusión nosotros mismos.
El territorio norteño fue explorado y reclamado por el Imperio Español en el siglo XIV pero este carecía de los atributos climáticos, naturales y de estabilidad con respecto a las tribus indígenas, contrastándose con el centro y bajío de la Nueva España. Por esta razón, los españoles simplemente ignoraron el desarrollo del norte colonial por varios años para concentrar sus inversiones en puntos “más prometedores”[iv]. No fue sino hasta que a finales del siglo XVII llegó a oídos de la Nueva España la noticia de que los franceses estaban avanzando dentro de Texas[v]. La información obligó a los españoles a cambiar su política al norte, promoviendo a Texas como un territorio habitable, para convertirlo en una especie de buffer-state[vi]. 
La relación de los texanos con los franceses creció rápidamente sirviendo a los texanos como medio para encontrar el desarrollo económico ante la poca ayuda que se recibía desde la Ciudad de México[vii]. Esto siguió dando estabilidad a la región e incluso se intensificó cuando ya en el siglo XVIII, en el contexto de la guerra entre ingleses y franceses en Norteamérica, la Nueva España se hizo del control de Luisiana, mediante el Tratado de París de 1763. Fue hasta 1800, cuando los franceses recuperaron el control de la colonia, que la estabilidad y desarrollo conseguidos se encontraron ante una turbulencia política que terminó por cambiar el status quo mediante la adquisición de Luisiana y Nueva Orleans por parte de los Estados Unidos en 1803, terminando así las relaciones económicas que se habían forjado desde los 1700’s.
La llegada de los estadounidenses no solo implicaba la convivencia con un nuevo vecino[viii] sino la necesidad de reconstruir rutas comerciales y forjar nuevas empresas y negocios que permitieran el desarrollo armónico en la región, principalmente el área fronteriza.
La situación terminó por cambiar nuevamente y para mal en 1810. Pues, si ya desde el siglo XIV los texanos habían sido relegados de la agenda socioeconómica de la Nueva España, el estallido insurgente terminó por llevar a las pocas tropas españolas en el norte a abandonar a los texanos a su suerte y enfrentarse no sólo a los ataques indígenas sino también a ex militares que habían encontrado en la delincuencia una manera rentable de vida al verse sin pago debido al conflicto armado que jamás llegó al territorio texano[ix]. La distancia seguía pesando y más que nada, el sentimiento de varios texanos respecto a la Ciudad de México y los estados centrales era de molestia, ¿por qué el centro acaparaba los recursos, la inversión y la atención de la colonia mientras que el norte, específicamente Texas, era relegado a un territorio cualquiera sin apoyo? La propia exploración de Texas había sido descuidada desde el inicio y el territorio al interior era conocido por los españoles, hasta finales del siglo XVIII, como Tierra Incógnita; ésta misma Tierra Incógnita terminaría por ser explorada y desarrollada por los primeros colonos extranjeros que llegaron a Texas desde 1790. La llegada de estos fue bien recibida por los texanos hispanos; el comercio con los estadounidenses y el consecuente desarrollo económico de la región, así como la estabilidad que estos brindaban repeliendo los ataques de los indígenas norteños, terminaron por afianzar las relaciones intergrupales entre anglosajones e hispanos. Esto nos deja clara la razón por la cual los texanos hispanos encontraron en los colonos estadounidenses un apoyo que no habían encontrado durante varios siglos en los españoles; para 1820 el Imperio Español permitió la entrada masiva de anglosajones a Texas principalmente debido a la necesidad de conseguir recursos por medio de los impuestos o la explotación de la tierra[x]. 
Para 1825, los estadounidenses pasaron a ser mayoría en varias regiones del territorio y empezaron a transformar el status quo. Se identificaban a sí mismos texanos, adoptaron su tierra y, aunque se concentraban en comunidades meramente anglosajonas, llevaban una relación amigable con los hispanos; el idioma, las costumbres, incluída la práctica esclavista, la religión y el pensamiento político estadounidense hicieron llegar las ideas de liberalismo, democracia y autonomía basadas en la Carta de Derechos estadounidense de 1791.
Puede entenderse que la llegada de dichas ideas a Texas haya influido en el cambio que había en la reputación del mismo como un territorio pobre a uno económicamente sano al final de la guerra. El modelo estadounidense, que pasó a ser mayoría en el territorio, contribuyó al desarrollo económico de la región y el mismo sirvió como uno de los argumentos que Stephen Austin, líder de la comunidad anglosajona e hispana en Texas, llevó a la Ciudad de México en 1833 para exigir el reconocimiento de Texas como un estado independiente en la República, y dejar atrás su estatus como territorio parte de Coahuila, un estado que había terminado por ser uno de los más pobres al final de la lucha independentista. Recordemos que desde los tiempos de los españoles, Texas había sido territorio de Coahuila y no propiamente un estado a pesar de su extensión, factor que con los estadounidenses fue cuestionado y debatido. La negativa al recibir el estatus de estado terminó por hacer que Stephen Austin, en 1835, llamara a los demás líderes texanos en San Antonio, Texas a rebelarse en contra del gobierno y separarse unilateralmente de Coahuila. El arresto del anglosajón y la política agresiva de Santa Anna, basada en la rebelión Zacatecana de 1835, terminó por encender el llamado por hacer de Texas no un estado sino una nación independiente[xi].
La influencia que los estadounidenses habían plasmado en Texas, gracias al boom económico que trajeron consigo y ante el dominio demográfico en la mayor parte del territorio, había llevado entonces a los texanos a replantearse las políticas, tanto viejas como nuevas, que el gobierno de la Ciudad de México dictaba. El poco apoyo durante varios años y la escasa comprensión de los problemas de los texanos por parte de los habitantes del centro de México, hacían de las discusiones políticas mera pérdida de tiempo. Mientras que la Ciudad de México podría conocer las características sociales y naturales de los estados al interior de la república, el norte seguía siendo mayormente desconocido para los políticos; si cada estado de la república mexicana era ya diferente con respecto a los demás, Texas era totalmente un caso a parte. Las inclemencias del tiempo, el vasto territorio, la lejanía con grandes urbes, la propia cultura producto de la convivencia de hispanos con anglosajones y el desconocimiento del papel de los estadounidenses en la economía de Texas, terminaron por crear conflictos, que si bien en un inicio fueron apagados por los mismos estadounidenses mostrando apoyo y confianza en la nueva república [xi], crecientes causando el nacimiento de un punto de no retorno para los texanos. 
Bajo la amenaza de confrontación los texanos terminaron por materializar la identidad que durante las últimas décadas se había estado formando, una identidad mixta entre los hispanos y los anglosajones que reclamaba el aislamiento como su mayor característica, la estrella solitaria había nacido, la lejanía que los texanos habían vivido con respecto a los hispanos y a los mexicanos durante toda su vida terminó por hacer de ellos un pueblo que se valía de sí mismo para encontrar las soluciones a sus conflictos, la falta de ayuda que recibieron terminó forjando un sentimiento de independencia plena, no necesitaban a nadie más así como nadie había volteado anteriormente a ellos para brindarles ayuda o atención. Las inclemencias del tiempo y la región texana hicieron de los texanos una comunidad que se llamaba valiente, resiliente, poderosa. Era la estrella que nacía en el firmamento lejana a las constelaciones, aquella que no tenía a ninguna otra cerca y que por ello brillaba más que ninguna; el Álamo sólo terminó por juntar todas estas experiencias a través de la sangre y las armas, sin embargo la identidad había estado formándose durante siglos de abandono y de desinterés. “Remember the Alamo!”, ¿recordar una batalla o recordar siglos de historia? La identidad texana y su llamado a la independencia no nació por una masacre en San Antonio sino por 3 siglos de olvido y rechazo.


Referencias
[i]Texas Parks & Wildlife. (2015). Interpretive Guide to San Jacinto Battleground State Historic Site. 10 de octubre 2017, de Texas Parks & Wildlife Sitio web: https://tpwd.texas.gov/publications/pwdpubs/media/pwd_br_p4504_0088.pdf
[ii]Texas General Land Office. (2015). The birth of the Texan Identity at the Battle of the Alamo. 10 de octubre de 2017, de Texas General Land Office Sitio web: https://medium.com/save-texas-history/the-birth-of-the-texan-identity-at-the-battle-of-the-alamo-6a3eba3b15eb
[iii, x] Margaret Swett Henson. (2010). Anglo-American Colonization. 10 de octubre de 2017, de Texas State Historical Association Sitio web:
[iv, v] John L. Davis. (2014). The French Texans. UTSA Institute of Texan Cultures, I, 1-3.
[vi] Juan Romero de Terreros. (2002). Louisiana as Seen from 18th Century Spanish Texas. 10 de octubre de 2017, de U.S. National Park Service Sitio web: https://www.nps.gov/jeff/learn/historyculture/upload/terreros.pdf
[vii] Donald E. Chipman. (2010). Spanish Texas. 10 de octubre de 2017, de Texas State Historical Association Sitio web:
[viii] Neal McLain. (2010). The Disintegration of Spain’s American Empire. Cradle of Texas Chapter - Cultural history Series, I, 1-8.
[ix] Jesús F. De la Teja. (2010). Tejano Leadership in Mexican and Revolutionary Texas. Texas: Texas A&M University Press.
[xi] Eugene C. Barker & James W. Pohl. (2010). Texas Revolution. 10 de octubre de 2017, de Texas State Historical Association Sitio web:
Jesús A. Valero Matas. (2005). Nacionalismo: identidad, educación y construcción social. El Guiniguada, 14, 261-276.

Suicidio Estatal o la Masa Libre

Suicidio Estatal o la Masa Libre.
En 1796 Francois Babeuf, actor de la Revolución Francesa de 1789, proclamó frente a sus compañeros la máxima de “Prefiero morir de pie que vivir arrodillado” (Kapferer, 2015) . Debemos suponer que nunca pensó la trascendencia que tendrían sus palabras a más de 2 siglos de distancia. Lo que comenzó, como un sentimentalismo o una oración de propaganda política a sus congéneres revolucionarios, se convirtió en una de las máximas universales de libertad y de lucha por la misma. Sus palabras, llenas de fuerza, resonaron en los siguientes siglos a través de la lucha social, de ahí que hoy en día se tenga la creencia de que, al menos para México, fue Emiliano Zapata quien posee la autoría de dicha frase. No obstante, lejos de encontrar o clarificar el origen de tan poderosa oración, la máxima revolucionaria se ha viralizado hoy en día desde las costas cálidas de California hasta las templadas urbes de Alemania, pervirtiendo o reivindicando su significado.
En Estados Unidos, de parte de autores como Emma Grey Ellis, se ha mencionado que el espíritu individualista, parte fundamental de la concepción de los Derechos Humanos, ha ocasionado un boom de protestas basadas, de una u otra forma, en la defensa de la autonomía y libre decisión de las personas. Las protestas, al menos desde el punto de vista estadounidense, parten de la vieja tradición de ver a la intromisión del Estado en la vida de los particulares como una afrenta a la libertad misma; en el caso particular de las protestas en contra de las medidas sanitarias locales, especialmente, hay un ímpetu de impedir que el Estado sea quien dicte las formas y las reglas de la vida cotidiana del ser humano en su ambiente social. Se tiene  la noción de hacer justicia al fantasma liberal del Motín del Té de 1773 (Ellis, 2020). Sin embargo, la realidad es que estos movimientos individualistas, al menos en teoría, no son endémicos de la cultura estadounidense en pro de la libertad, sino que han traspasado las fronteras y se han vuelto un fenómeno global. La idea de que el Estado no debe intervenir en la vida de los particulares ha tomado fuerza, comparando las medidas sanitarias de contención y de resguardo con las prácticas totalitarias y fascistas de los fantasmas del siglo XX (Ward, 2020).
Para Emma Grey Ellis y Alex Ward, la razón principal de las protestas no es otra que el sentimiento de incertidumbre con respecto al futuro económico que experimentarán las personas después de la contención obligada por el Estado desde América hasta Asia. El bienestar económico es el eje rector de la protesta en contra de la contención sanitaria, y la libertad, en su forma de libertad de expresión y libertad de pensamiento, se ha convertido en la herramienta predilecta para atacar aquello que se percibe como una afrenta del Estado a la libertad de las personas.
¿Es entonces la idea de una futura miseria económica el combustible que mueve realmente a las masas en contra de las medidas sanitarias o es una herramienta de control ejercida por otros grupos de poder que buscan terminar por minar la ya debilitada fuerza y autoridad del Estado contemporáneo?
No es una simple creencia el saber que la sociedad global contemporánea es mayoritariamente de corte neoliberal, una doctrina política que renovó el concepto de capitalismo a mediados del siglo XX y que, de la mano de dos grandes potencias económicas y vencedoras en los conflictos bélicos del siglo pasado, se incrustó progresivamente en todas aquellas naciones que popularmente se conocen como desarrolladas, y algunas en vías de desarrollo influenciadas por las potencias occidentales. No sólo se refiere el término a la libertad, casi total, del mercado sino a la plena libertad del individuo por tomar decisiones que, bien o mal, influirán en su vida sin haber sido estas elegidas por un ente superior polìticamente al individuo, el Estado; El neoliberalismo, al menos en la teoría pregonera del siglo pasado, se encaminaba a que las elecciones libres de los individuos llevaban a un desarrollo y actuar eficiente en la economía, impactando así en el desarrollo tecnológico y la distribución justa de la justicia; el Estado es visto como un ente del que se deben tener reservas y que debe limitarse sólo a hacer cumplir los derechos sobre la propiedad privada, a fortalecer el marco legal con respecto a los contratos privados y a asegurar el suministro de dinero en la sociedad (Kotz, 2002). De la misma forma, la existencia del Estado como actor principal de la vida social pero ya no el único en el ambiente político ante la existencia de nuevos actores como organizaciones internacionales, empresas transnacionales o incluso asociaciones civiles, provoca que se perciba al primero como un ente que ya no cuenta con la información o la legitimación necesaria como para imponer sus decisiones unilateralmente sobre la población al interior de sus fronteras (Patiño Abuela, 2018).
La propagación del neoliberalismo y su plena adopción en la mayoría de los Estados-Nación alrededor del mundo desde el fin de la Segunda Guerra Mundial ha logrado cambiar la manera en la que se ve al propio Estado, que paradójicamente fue quien apoyó y difundió la doctrina durante buena parte del siglo pasado y que aún hoy en día, con sus obvias gradientes, permanece apoyando. Esta ideología arrebató al Estado el papel central que incluso el liberalismo clásico le otorgaba de cierta manera y lo dejó en una posición dudosa frente a los ciudadanos y de desventaja frente a las corporaciones. De ahí que sus acciones, unilaterales en cuanto a la contención de la pandemia para procurar la salud de sus ciudadanos y evitar el colapso del sistema de salud, sean hoy en día puestas en duda. Como mencionaba Roberto Patiño Abuela, en el escenario político contemporáneo el Estado no es el poseedor único de la verdad y por lo tanto es inadmisible socialmente que sea este el que tome las decisiones que impactarán a la sociedad de una u otra manera. Aún peor cuando dichas decisiones, unilaterales haciendo uso de su facultad originaria de autoridad suprema en la sociedad, afectan directamente a la libertad económica y la economía como tal de los ciudadanos que han sido absorbidos por la ideología del libre mercado sin intervención alguna del Estado.
Esta doctrina ha sido de igual forma reforzada desde el inicio de la pandemia por líderes carismáticos que han encontrado en el sentir de la población un terreno fértil para sus carreras políticas, de cierta forma contrarias a la concepción del Estado mismo y más como una forma de reinvención de la autoridad individualizada; actos como los del presidente estadounidense, Donald Trump, del presidente brasileño, Jair Bolsonaro o incluso los de Xin Jinping, presidente de China, muestran un intento de anteponerse a las situaciones exteriores para imponer su pensamiento individual y sus aspiraciones políticas de complacer a un grueso poblacional que duda del Estado y sus instituciones como tal. Peor aún, estos líderes carismáticos se benefician de sectores sociales con tendencias que resaltan las libertades y la autonomía del ser humano, pensando en el beneficio individual antes del colectivo, resaltando las bases del neoliberalismo a través de manifestaciones en contra de que el Estado controle las vidas de los ciudadanos y destruya de paso sus fuentes de ingresos y modos de vida (Zadrozny & Collins, 2020). 
Estas mismas acciones y manifestaciones que se muestran contrarias al Estado y sus decisiones por contener la pandemia no son más que una forma más de propaganda que usa la idea del fin del Estado como un medio de canalizar los sentimientos e ideas de grupos sociales organizados (León, 2000) , o usados a favor de los ya mencionados líderes políticos que han encontrado en su carisma una herramienta que les permite controlar la movilización de las masas y a su vez afianzar su nueva corriente política que redefine la concepción del Estado mismo.
Estas masas, enardecidas debido a la virulencia de las palabras e ideas en la era de la información y desinformación, se posicionan como actores en el escenario político, capaces de hacer al Estado mismo rendirse ante sus intereses y condiciones. La teoría de las masas  de Gustave le Bon y la teoría de dominación social de Max Weber encuentran terreno fértil en los tiempos de la pandemia: con poca capacidad de razonamiento, pues la masa pierde conciencia en su totalidad y se guía por los impulsos naturales del ser humano, se colocan como entes con una fuerza enorme que pueden cambiar el balance de poder en el Estado (le Bon, 2001). Este poder creciente, y en ocasiones descomunal, es guiado por aquéllos líderes carismáticos que sirven como catalizadores de los sentimientos irracionales de la masa por medio de la práctica demagógica de enervar los sentimientos y creencias alternas al status quo (Kim, 2019).
Esta masa se alimenta de las acciones Estatales que,  en vista de la doctrina neoliberal apegada al individuo generalmente, van en contra de la libertad individual en términos de su pensar, por ejemplo: cuando el individuo es forzado por el Estado a permanecer aislado de la sociedad, la acción es llevada a cabo sin problema (Gostin, 2020), pues la autoridad y fuerza superior del Estado se impone fácilmente frente a aquélla del individuo, recuérdese los primeros casos en los que enfermos o sospechosos de haber contraído Covid-19, eran rápidamente “invitados” a ser aislados del resto de la población sin mayor problema en términos sociales. El interés colectivo se imponía entonces aún sobre aquél del individuo, la naturaleza, individualista y en cierta forma despreocupada del ser humano en cuanto a su ambiente social hacía que el grueso poblacional no se preocupara por las consecuencias a futuro del aislamiento, viendo estas acciones como reservadas para una minoría social que había tenido la mala suerte de estar en contacto con el virus. Sin embargo, como bien menciona Lawrence Gostin, el cambio de paradigma donde el aislamiento dejó de abarcar a la minoría para pasar a afectar a la totalidad de la población y a su vez, ser coaccionada bajo la autoridad inherente al Estado, terminó por enardecer a la masa social que veía no sólo el resurgimiento de un Estado autoritario decidiendo sobre la vida privada de sus ciudadanos, sino también serias violaciones a los derechos fundamentales, exaltados por el neoliberalismo, del libre movimiento o la libre asociación. Cuando aún después se siguió con la limitación de las libertades económicas en cuanto a qué industrias deberían permanecer cerradas en espera de que la pandemia fuese controlada, era entonces obvio suponer como la ideología promovida en el siglo XX por el Estado terminaría por minar la propia autoridad central hoy en día.
El cambio de paradigma, del aislamiento “voluntario” individual al aislamiento “coaccionado” colectivo trae consigo el conflicto del Estado con respecto a las libertades negativas y positivas del ser humano, las primeras generalmente asociadas al individuo y las segundas a la colectividad, o el bien común (Carter, 2019). La propia concepción de los derechos fundamentales y humanos trae un conflicto filosófico entre aquéllo que el Estado puede o no puede hacer con respecto al procurar la salud de sus ciudadanos o de sus propios medios de supervivencia y desarrollo, como lo sería la industria. 
El conflicto aumenta cuando incluso en la base filosófica de la diferenciación de la libertad, entre aquélla positiva y aquélla negativa, se tiene entre ambas una supuesta rivalidad y contrariedad inherente entre ellas; la presencia del Estado en la segunda ha sido durante mucho tiempo un tema controversial en cuanto a lo que significa ser totalmente libre y poseer una plena autodeterminación como ser humano. 
El actuar Estatal contemporáneo, en el contexto de la pandemia, podría verse como inclinado a una perspectiva de asegurar el bien colectivo por medio de la libertad positiva, teniendo una injerencia directa sobre la libertad del ser humano social. Pone como objetivo superior la salud de la totalidad poblacional teniendo como base la creencia contractualista de Rousseau de alcanzar el bienestar individual por medio del bienestar colectivo. El Estado adopta su actitud de Estado Benefactor asegurando un mínimo o una base sobre la cual el individuo pueda explotar sus habilidades y conseguir sus ambiciones con el fin de realmente llegar en un futuro a una autodeterminación plena y autosuficiencia (Carter, 2019). En este caso busca asegurar la salud de sus habitantes con el objetivo de que en el futuro, libres de una enfermedad hasta el día de hoy sin cura, puedan desarrollarse libremente sin tener sobre sí mismos la preocupación de caer enfermos. No obstante de este objetivo superior, quizás el problema es la línea delgada que existe entre el bien común y la realización del mismo bajo la dirección del Estado. El Estado tiene el deber inherente e irrenunciable de procurar la salud de sus ciudadanos, sin embargo este deber debe provenir de un balance racional con respecto a las libertades y la intromisión del Estado en la misma libertad, inherente e irrenunciable, del individuo (Page, 2007).
Este deber inherente e irrenunciable del Estado a proteger la salud pública de sus ciudadanos lo faculta como usuario de la fuerza, la coacción, para contener la virulencia súbita de las enfermedades que representan un extraordinario en la normalidad pública. Erin M. Page menciona que cuando la naturaleza del individuo supone un riesgo para la colectividad, el individuo pierde la facultad de invocar un derecho en relación al riesgo que el derecho individual puede suponer para los derechos y el bienestar de la sociedad. El poder vertido en interés de la salud pública, el bien colectivo, pasa a limitar legítimamente el derecho individual al movimiento, la asociación, la privacidad, la autonomía o en general, a la libertad misma.
Se adquiere entonces un corte utilitarista y el individuo pierde, relativamente, su importancia frente a la misma masa que terminará por contraponerse al Estado debido a sus actos limitantes, pero legítimos, de la libertad individual. La libertad negativa, que niega al Estado cualquier forma o grado de interferencia, se torna en el combustible de acción de la masa que paradójicamente, termina por defender o simular la defensa del individuo.
Es precisamente esta libertad negativa, la contraria al Estado, la que enerva a la masa y la que ha provocado hoy en día una cantidad impresionante de grupos y colectivos de personas que alzan la voz frente al Estado como un actor sospechoso; el neoliberalismo, basado en la libertad negativa, se vuelve el estandarte con el que los sujetos presentan sus argumentos en contra del Estado. Sin haberlo notado antes, el Estado neoliberal cavó su propia tumba en términos de su autoridad inherente.
Peor aún, la irracionalidad de la masa y la catalización por medio de los líderes aprovechan las plataformas de información para incrementar y esparcir con mayor amplitud su mensaje y sus temores. El sentimiento y la naturaleza humana, egoísta y salvaje como la describe Thomas Hobbes, se recrudece por medio del uso de la propaganda, el discurso sentimentalista y la creación de teorías de conspiración que beneficien a su causa y otorguen a los menos racionales una base equivocadamente concebida como racional para argumentar y sostener sus ideas. Con la edad de la información, la era del internet, se ha visto también el amanecer de la edad de la falacia: se inundan las plataformas con falacias ad hominen, ad ignoratiam, ad verecundiam, todas protegidas y apoyadas por el propio principio de la libertad negativa de la libre expresión y libre pensamiento.
El uso de la información en razón de hacer ver a un grupo, a la masa, como aquél que tiene razón, que está bien, que tiene un actuar heróico o correcto es parte de la otra epidemia, la de la conspiración soportada desde la libertad (Uscinski & Enders, 2020) su uso responde a la psicología humana, a aquél egoísmo Hobbesiano de hacer su voluntad. El Estado entra entonces en la paradoja contemporánea, actuar como un ente que asegura la libertad de los ciudadanos y la protege terminará por eliminar al ente que asegura y protege a la libertad. ¿Cómo actuar entonces?
Como mencioné antes, el Estado tiene el deber irrenunciable e inherente de asegurar la salud pública y el uso de la fuerza, inherente al mismo Estado, deberá ser usado en razón utilitaria a fin de cuentas. Se debe ver el interés colectivo por encima del interés individual. El procurar la salud pública debe anteponerse en algunos casos a las libertades y derechos fundamentales, y tener en cuenta que estas, a pesar de ser fundamentales, pueden no ser necesariamente absolutas; su carácter no absoluto permite al Estado establecer límites  y restricciones que respondan a las situaciones extraordinarias que experimente la sociedad. Estas limitaciones, nuevamente serán vistas desde el enfoque utilitario que beneficiará tanto al beneficio colectivo como a la supervivencia misma de la sociedad y el Estado.
El deseo del individuo, y del individuo organizado en la masa, no puede anteponerse a la salud pública, a pesar de que esta pueda, paradójicamente, debilitar la salud en el futuro ante la marginación económica que se sufrirá como consecuencia de la contención. Es un dilema que el Estado debe asumir obligatoriamente a pesar de su ya gastada legitimación en el mundo neoliberal contemporáneo.
La acción o inacción terminarán irremediablemente por afectar al Estado. En nuestros tiempos es casi imposible que el Estado pueda actuar sin una consecuencia negativa a su existencia. La exaltación del individualismo, el egoísmo y la libertad neoliberal han terminado por poner a la autoridad entre la espada y la pared.  Karl Popper hablaba en su libro The Open Society and its Enemies acerca de la paradoja de la tolerancia, donde la tolerancia plena terminaría por dar paso a los intolerantes que terminarían por eliminar todo rastro de tolerancia. Quizás hoy en día estemos ante una nueva paradoja, parecida a la de Popper, pero con un nuevo giro filosófico en cuanto a la propia libertad del individuo, donde esta termine por eliminar a aquél ente que nació para proteger y asegurar la libertad de los individuos.
La pandemia del Covid-19 llegó en un punto donde el status quo político se encuentra en un punto de inflexión y puede significar la reconfiguración del Estado mismo. No hablo del propagandístico y sentimental fin del Estado sino de su deslegitimación creciente. Su actuar utilitario ha traído a la mesa los fantasmas del totalitarismo del siglo pasado, su coacción sobre las corporaciones y masas ha puesto al Estado en una batalla frontal contra los actores políticos que en las últimas décadas se han levantado como plenos rivales y enemigos de su autoridad.
El Covid-19 ha terminado por ser no sólo un virus letal que ha puesto a la sociedad internacional en alerta ante algo que no se había previsto, sino un virus letal que ha puesto al Estado y su legitimidad en peligro. ¿Será la frase de Francois Babeuf el epitafio del Estado o el de las masas libres?

Bibliografía y Referencias
Carter, Ian. “Positive and Negative Liberty”. The Stanford Encyclopedia of Philosophy. Diciembre, 2019. Web. Mayo 25, 2020. <https://plato.stanford.edu/entries/liberty-positive-negative/#ParPosLib>  
Ellis, Emma Grey. “The Anti-Quarentine Protests Aren’t About Covid-19”. Wired. Abril 27, 2020. Web. Mayo 25, 2020. <https://www.wired.com/story/anti-lockdown-protests-online/
Gostin, Lawrence. “Self Isolation Orders Pit Civil Liberties Against Public Good in Coronavirus Pandemic”. David Welna. National Public Radio. Marzo 17, 2020. Web. <https://www.npr.org/2020/03/17/817178765/self-isolation-orders-pit-civil-liberties-against-public-good-in-coronavirus-pan
Kapferer, Bruce. “Afterword: When is a Joke not a Joke? The Paradox of Egalitarianism”. The Event of Charlie Hebdo: Imaginaries of Freedom and Control. Nueva York: Berghahn Books, 2015. 93-113. Impreso.
Kim, Sung Ho. “Max Weber”. The Stanford Encyclopedia of Philosophy. Diciembre, 2019. Web. Mayo 25, 2020. <https://plato.stanford.edu/archives/win2019/entries/weber/
Kotz, David M. “Globalization and Neoliberalism”. Rethinking Marxism, Volume 12, Number 2. Amherst: Political Economy Research Institute of the University of Massachusetts at Amherst, 2002. 64-79. Impreso.
León, José Luis. “Actores y niveles de análisis en la política internacional”. Revista de Relaciones Internacionales de la UNAM, Número 83. Ciudad de México: Universidad Nacional Autónoma de México, 2000. 27-36. Impreso.
Le Bon, Gustave. The Crowd: A study of the Popular Mind. Kitchener. Batoche Books, 2001. Impreso.
Page, Erin M. “Balancing individual rights and public health safety during quarantine: The US and Canada”. Case Western Reserve University Journal of International Law, Número 38. Cleveland: Case Western Reserve University, School of Law, 2007. 517-537. Impreso.
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miércoles, 27 de mayo de 2020

Frente a la hoguera, huye.

Personalmente, siempre he considerado a Octavio Paz como uno más dentro de la
camada de intelectuales pedantes e hijos del régimen, que devoró a este país por casi
un siglo, por lo que me negué fehacientemente por varios años a leer su obra.
En el veía lo mismo que veo en Poniatowska, Monsiváis y Fuentes, Vargas Llosa o
García Márquez: la idolatría y el culto, en ocasiones irracional, a las plumas y obras
que, a opinión personal, no marcan un antes y un después, sino la evolución propia del
proceso de la literatura latinoamericana. Más aún, el uso indiscriminado de los medios
y sus plumas para que, de manera maquiavélica, difuminen sus rostros y cuerpos,
amantes del régimen porcino que los hizo famosos, con el fin de mostrarse rebeldes,
críticos y jóvenes. Que mayor grosería que hacer pasar como jóvenes a aquellos que
ya tienen una vida hecha.
No obstante, debo admitir, apenas avancé un par de páginas del “Laberinto” quedé
atrapado entre las oraciones y punzantes palabras que, tanto afirmación como escozor,
provocaron en mí un nuevo pensamiento acerca de aquél que en otros tiempos
aborreciera. Sin embargo, nuevamente, fue esa misma captura lo que me hizo, de
cierta forma, aborrecerlo nuevamente. El “Laberinto” funciona como ensayo que
recopila un pasado y características que Octavio Paz encuentra como adecuadas y
suficientes para la descripción, a grandes rasgos, del mexicano común. Tomados de la
mano de Paz recorremos alrededor de 500 años de historia mexicana, a la par de
ciertos episodios de la historia mundial, diluidos con contrastes de las artes y la
literatura hispanoamericana. Se esmera Paz en hacernos ver el hilo de aquello que
desde las primeras páginas pinta como una tragicomedia. Toma la historia del país
como navaja y, de forma casi quirúrgica, retira capa por capa de aquello que
conocemos como “mexicano”, pero en su pedantería intelectual, no hace nada más que
endulzar el trabajo de historiadores y sociólogos por medio de su cautivador uso de la
lengua española. Paz empieza, como buen acomodado del régimen, atacando aquello
que no se puede considerar parte del mismo: el pachuco. Lo ve como parte de México
y muestra, poéticamente, un odio o recelo ante la libertad absoluta que este personaje
posee con respecto al ecosistema donde el autor reside. Lo muestra como un infante o
un adolescente rebelde que no madurará debido a su negativa de integración con el
mundo que lo rodea.
Más aún, adentrados en los capítulos históricos, Paz actúa sólo como repetidor. Nos
explica las coyunturas nacionales, los aspectos sociales, políticos y culturales de las
generaciones, nos endulza la información que nos aburriría en un libro de historia por
medio de su excelente uso del español. Nos arrulla, despierta y excita en cada capítulo
que toca fibras sensibles, cercanas y lejanas. Nos habla de machismo y agresividad, de
silencio y sometimiento, de cerrazón e hipocresía, de máscaras, de malditas máscaras,
mismas que el usa y en las cuales se encierra durante su obra. Ataca a la historia, a los
arquetipos, a la economía y la religión, con aplausos y una antorcha en mano pretendo
seguir a Octavio hacia la hoguera de todos estos lastres que nos encadenan a una
realidad insípida y putrefacta, sin embargo, no logra aventar todo a la hoguera, propone
la quema de los males, pero no de todos. Se vuelve, como lo explica en el “Laberinto”,
verdugo, pero no víctima. Se siente en ocasiones que él y su papel se mantienen al
margen de la crítica, se da palmadas en la espalda, se vanagloria de su sapiencia y
gusto. Se presenta como un sabelotodo, que guía nuestro camino por medio de la
crítica a la historia y el contraste con las culturas, sin embargo, en el momento de las
preguntas personales prefiere callar y desviar la atención al pasado y no al presente.
Molesta que tuviese la fuerza de desmenuzar la historia nacional y no temer prender
fuego a los héroes clásicos, al indigenismo y los campesinos, a la iglesia y los liberales,
a los arquetipos y las leyendas, pero que, al momento de ser crítico con su presente, se
mostrara cabizbajo y débil, como si su fuerza se hubiese agotado en criticar el tiempo
desde la llegada de Cortés hasta la caída de Díaz. Olvida la barbarie de la Revolución y
la pestilencia de su estirpe. Se vuelve Pilatos, crucifica el pasado antiguo pero perdona
al reciente, y es exactamente esto aquello que me molesta y decepciona.
Como hijo de la Revolución, como discípulo acomodado del nuevo régimen, logra
criticar a quienes tuvieron su papel en la historia antigua pero no es capaz de criticarse
a sí mismo y a aquello que lo ha tomado como suyo, como una medalla.
Pero si hay algo que produzca mayor enojo en mi es que el “Laberinto” queda sólo
como casi la totalidad de los trabajos literarios: un revoltijo de malas y tristes
experiencias de las que no se proponen herramientas para superarlas, sino sólo un
montón de buenos deseos y frases rimbombantes que produzcan en el lector
melancolía y enojo. Paz termina mencionando que el mexicano ha despertado, se ha
conocido finalmente como fruto de una guerra civil que tiró a un caudillo eterno para
instaurar un partido de caudillos eterno. Pregunto, ¿Despertó el país o simplemente era
lo que en 1950 Paz necesitaba decir? ¿La autocrítica podría haber vislumbrado el
espectro de 1968 que es tocado en la Posdata del Laberinto? ¿No ya en 1950 el país
iba encaminado hacia aquél estruendo que marcaría un antes y un después en cuanto
a la vida del régimen y la fantasía, estúpida, en la que México se había sumergido con
respecto a ser “La Suiza de América”?
Mi molestia viene de la, aparente, ceguera autoinducida de Paz con respecto al fruto de
la Revolución y las cadavéricas manos que habían logrado acaparar el periodo de la
posguerra. Frente a la hoguera, Paz huye.