Se levantó ahí, engalanando una de las esquinas del primer cuadro de la Ciudad de México, con una vista privilegiada al zócalo capitalino. A su izquierda la Catedral Metropolitana, a la derecha el Palacio de Ayuntamiento y al frente el Palacio Nacional adornado con ángeles que parecían fijar la vista sobre los transeúntes que día a día pasaban frente a ellos. Carmen Romero Rubio, la primera dama, gozaba de visitar el Centro Mercantil para admirar y comprar los vestidos, sombreros y demás accesorios que llegaban a la capital mexicana desde París[i]; Apenas en 1899 se había inaugurado como imagen de la modernidad que venía a México de la mano de Porfirio Díaz y su política de orden y progreso. El edificio tenía entonces que ser símbolo no sólo de la modernidad, sino del futuro, siendo su apertura un verdadero evento en la Ciudad de México que trajo a la clase media y a las élites mexicanas a compartir el espacio durante día y noche El tráfico se hizo difícil, la entrada al edificio emulaba al centro comercial del Louvre en la capital gala con sus vitrinas impecables y llenas de maniquíes y otras ornamentas que llenaban la vista de los curiosos y los compradores con vestidos y trajes finos, de gala, casuales[ii], pero sobre todo ajenos a México y a los mexicanos.
El mismo palacete que se levantaba en la entonces esquina de Tlapaleros y Monterilla evocaba un estilo arquitectónico ajeno al colonial, barroco o churrigueresco mexicanos. Su configuración de coraza neoclásica y entraña art nouveau sería lo que el eterno caudillo había vislumbrado para forjar a la capital bajo un nuevo eje arquitectónico; el Teatro Nacional y el Palacio Legislativo, hoy Palacio de Bellas Artes y Monumento a la Revolución, habrían sido pensados bajo esta línea. Más allá, la misma escuela artística del país era una mera importación del extranjero, de París y Roma, siendo los arquitectos e ingenieros galos e italianos aquellos que manejaban la construcción y diseño de la Nueva Ciudad de México. Sus discípulos y colaboradores, si llegaba a haber mexicanos entre ellos, provenían de las escuelas en Europa y sus diseños seguían la misma línea, a lo mucho con una leve tropicalización que crearía entonces el llamado eclecticismo mexicano[iii]. El diseño debía evocar al arte y a la integración de todas sus disciplinas; lo que el poeta escribía debía ser interpretado por el pintor que a su vez daría pie al arquitecto[iv] y lo que el poeta, Porfirio Díaz en esta alegoría, había vislumbrado en sueños era la imagen de aquélla Paris moderna que hacía mucho había dejado de ser un mal recuerdo producto de la Intervención Francesa.
Lás únicas cicatrices aún existentes que los galos habían dejado en México a su partida desde el fin de la intervención francesa en 1867 eran aquellas que habían quedado en el físico de soldados y caudillos que repelieron a los extranjeros durante su estadía en el país. La cicatriz moral, el tabú con respecto a Francia había sanado y con ello el cambio de mentalidad con respecto a los antiguos invasores pasó de un pensamiento de defensa a un pensamiento de aspiración. El México Bárbaro del que Díaz quería separarse debía tener a la Belle Époque y a la Francia moderna como objetivo aspiracional.
Con el ascenso y posicionamiento de Díaz en el poder, apoyado por su círculo personal de científicos y otros personajes de la élite mexicana que mantenían una relación directa o indirecta con los galos, fuera por sangre o por los estudios, se comienza con la partición del México obsoleto por el México del progreso[v]. Las élites y los empresarios del régimen se mudaron del centro colonial, obsoleto y sin cultura, hacia las entonces afueras de la Ciudad de México que empezaban a construirse en su totalidad bajo la estética parisina, moderna y educada, que a Díaz y a la élite mexicana tanto cautivaban[vi]. El mismo centro de la Ciudad de México en secciones empezó su reconstrucción bajo la estética gala. El Centro Mercantil era la insignia del afrancesamiento, de la modernidad, del buen gusto y la educación en el primer cuadro de la Ciudad. Daba un golpe brusco al estilo de sus vecinos arquitectónicos coloniales, sus esculturas y columnas finas desentonaban con los muros de cantera y tezontle de las construcciones del primer cuadro de la ciudad.
Porfirio Díaz en vísperas del estallido total de la Revolución Mexicana habría ido a comer públicamente con su familia al Centro Mercantil para denotar la tranquilidad que los mexicanos debían poseer ante la incertidumbre de un nuevo conflicto en la república [viii]. Su visita pública a uno de los edificios que habían sido especialmente bien acogidos por Díaz y su círculo íntimo, era una manera más de dar ánimos y seguridad a la élite mexicana. Un espaldarazo para la élite a través del uso de aquellos palacios. La última luz pasaba a través del vitral Tiffany que corona al edificio; el ocaso del Porfiriato ennegrecía no sólo a los científicos, los últimos rayos de luz tocaban las marquesinas parisinas, las columnas neoclásicas y las esculturas de mármol de carrara tan finamente esculpidas que parecían ser traídas del mismo Louvre.
El estallido no tardó en suceder, aquélla comida que Díaz y Carmelita habían degustado en el interior del palacete del primer cuadro de la Ciudad parecía lejana. Menos de un año después de aquella comida, Díaz estaría abandonando el país a bordo del Ipiranga en dirección a París. Mientras que en las calles de la capital así como los cadáveres se apilaban, los escombros de la otrora París mexicana yacían en el suelo empapadas con la sangre de federalistas, revolucionarios o mercenarios. Los horrores de la guerra civil empapaban los bloques de cantera de los palacios parisinos en las otroras colonias de abolengo que el Porfirismo había generado para acoger a la élite y las clases sociales altas y educadas de México. El centro mercantil mismo había sido testigo de la Decena Trágica y la masacre frente a Palacio Nacional.
Fue hasta mediados de la década de 1910, con Plutarco Elías Calles como uno de los líderes de la Revolución, que se empezó a jugar con la idea del olvido y el desmantelamiento de lo que para la revolución significaba lo vil, lo foráneo, lo obsoleto. Lo extranjero debía ser erradicado y se debía volver a la raíz del mexicano, no de la élite, sino del pueblo, de la masa social. Lo extranjero, esos palacetes parisinos, alienaban al mexicano común, lo hacía recordar lo inalcanzable, tanto lo económico como lo social. La raza debía hablar a través de su cultura, de su propia cultura, como lo proponía Vasconcelos. El mestizaje y la herencia indígena debía ser el rostro de México, no la máscara importada del invasor[vii].
Se mutilaron los palacios y de sus cadáveres se tomaron los recursos para la reconstrucción de los nuevos centros urbanos. Se recurrió a los elementos propios del país, el tezontle rojo y negro, la cantera; el uso de rocas que yacían en la república se reconsideró y se dejó atrás la obsesión del Porfiriato por poseer los elementos naturales del exterior.En las nuevas construcciones, así como en el muralismo mexicano, los elementos toscos y sobrios venían a dejar fuera los detalles finos y delicados de la Belle Époque, las águilas agresivas, los rostros indígenas y las columnas rectas y funcionales pasarían a ser el estandarte de la arquitectura [ix].
No pasó mucho para que el Centro Mercantil, que antes del estallido ostentara modernidad y el lujo, se convirtiera con la llegada de los revolucionarios en otro de aquéllos símbolos del exterior y lo ajeno. Su fachada que antes del Centenario de la Independencia había relucido sus finos detalles y esculturas, sería mutilada para hacerla partícipe del primer cuadro plenamente colonial y mexicano[x]. El tezontle ahora sería su pieza fundamental, las columnas finas quedaron relegadas a la fachada de la calle 16 de septiembre impidiéndole observar directamente a Palacio Nacional y al zócalo. Un castigo por haber sido un aliado de Díaz menos de una década antes. Sus esculturas le serían arrebatadas y apropiadas por los líderes de la revolución. Si bien el Centro Mercantil no fue suprimido en su totalidad, como aquél Palacio Legislativo cuyo cadáver sería usado para el Monumento a la Revolución[xi], fue mutilado y en cierta manera puesto como ejemplo de lo que el mexicanismo había logrado tras la revolución. La reinserción de las raíces mexicanas, de lo propio, lo extranjero, dentro del ideario y la estética, había quedado relegado y satanizado. Era aquello un recuerdo de Díaz, de una época que había engendrado capataces y malos tratos hacia el pueblo llano. El Centro Mercantil recordaba al momento de su mutilación como aquél 20 de noviembre de 1910, Porfirio Díaz se sentaba junto a Carmelita para comer dentro del edificio.
¿Era la arquitectura partícipe de aquel modelo social? ¿Era el Centro Mercantil dueño de los latifundios y haciendas que explotaban a las clases bajas mexicanas? ¿Eran los palacetes de la ciudad los capataces que obligaban a los trabajadores a acudir a la tienda de raya a pagar sus deudas?
El cambio abrupto arquitectónico de la ciudad y del país en general no obedecía otra línea más que el traer al público y a la arena aquellos elementos únicos del mexicano común, que no podía ir a Francia a estudiar o que su trabajo no le brindaba los recursos para viajar a Europa en el verano. El nacionalismo a través de la arquitectura también hablaba por aquellos que habían muerto en Río Blanco o Cananea, por aquellos que habían sido obligados a ver estos palacios como un símbolo de lo que jamás podrían alcanzar. Era redimir a aquellos que por años se sintieron culpables de no tener tez blanca, ojos azules y cabellera clara. Era integrar mediante la cantera y el tezontle, mediante la escultura tosca y brusca a aquellos que habían sido casi exterminados durante las redadas de Díaz en Sonora y en la Península de Yucatán. Era traer al indígena y el mestizo a la estética nacional y dejar de tener lo europeo y al caucásico como ejemplos a seguir u objetivos a ser. El blanqueamiento de Díaz debía evitarse y pasar a aceptar la mexicanidad como lo que era y no como la simulación en la que se quería caer.
Referencias
[i]Sectur DF. Centro Mercantil. Sectur Ciudad de México. Octubre 29, 2017. http://www.mexicocity.gob.mx/detalle.php?id_pat=3916
[ii] Steven B. Bunker. (2012). Creating Mexican Consumer Culture in the Age of Porfirio Díaz. Nuevo Mexico: University of New Mexico Press.
[iii] Manuel Rodriguez. (2009). Introducción a la Arquitectura en México. Ciudad de México: Camión Escolar.
[iv] María Dulce de Mattos Álvarez. (2002). “El tránsito de un siglo. El art nouveau”. Casa del Tiempo, Marzo, 11-20.
[v] Javier Pérez Siller. (1998). México-Francia: Memoria de una sensibilidad común Siglos XIX-XX. Tomo 1. Ciudad de México: Centro de estudios mexicanos y centroamericanos, El Colegio de San Luis A.C., Benemérita Universidad Autónoma de Puebla
[vi] Laura Baskes Litwin. (2005). Diego Rivera: Legendary Mexican Painter. Nueva Jersey: Enslow Publishers Inc.
[vii, ix] Eloy Méndez Sáinz. (2010). “Arquitectura Mexicana Nacionalista: Un ideario”. Revista Rua, Septiembre, 19-25.
[viii] Ángeles González Gamio. "Hotel con historia." La Jornada, Febrero 03, 2008. Octubre 29, 2017. http://www.jornada.unam.mx/2008/03/02/index.php?section=opinion&article=034a1cap
[x] Luis Herrera de la Fuente. (1998). La música no viaja sola. Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica.
[xi] Judith Amador Tello. (2015). “El Palacio Legislativo que quedó en Monumento a la Revolución”. Proceso, Abril 19, 2015. Octubre 29, 2017. http://www.proceso.com.mx/401473/el-palacio-legislativo-que-quedo-en-monumento-a-la-revolucion
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