miércoles, 27 de mayo de 2020

Frente a la hoguera, huye.

Personalmente, siempre he considerado a Octavio Paz como uno más dentro de la
camada de intelectuales pedantes e hijos del régimen, que devoró a este país por casi
un siglo, por lo que me negué fehacientemente por varios años a leer su obra.
En el veía lo mismo que veo en Poniatowska, Monsiváis y Fuentes, Vargas Llosa o
García Márquez: la idolatría y el culto, en ocasiones irracional, a las plumas y obras
que, a opinión personal, no marcan un antes y un después, sino la evolución propia del
proceso de la literatura latinoamericana. Más aún, el uso indiscriminado de los medios
y sus plumas para que, de manera maquiavélica, difuminen sus rostros y cuerpos,
amantes del régimen porcino que los hizo famosos, con el fin de mostrarse rebeldes,
críticos y jóvenes. Que mayor grosería que hacer pasar como jóvenes a aquellos que
ya tienen una vida hecha.
No obstante, debo admitir, apenas avancé un par de páginas del “Laberinto” quedé
atrapado entre las oraciones y punzantes palabras que, tanto afirmación como escozor,
provocaron en mí un nuevo pensamiento acerca de aquél que en otros tiempos
aborreciera. Sin embargo, nuevamente, fue esa misma captura lo que me hizo, de
cierta forma, aborrecerlo nuevamente. El “Laberinto” funciona como ensayo que
recopila un pasado y características que Octavio Paz encuentra como adecuadas y
suficientes para la descripción, a grandes rasgos, del mexicano común. Tomados de la
mano de Paz recorremos alrededor de 500 años de historia mexicana, a la par de
ciertos episodios de la historia mundial, diluidos con contrastes de las artes y la
literatura hispanoamericana. Se esmera Paz en hacernos ver el hilo de aquello que
desde las primeras páginas pinta como una tragicomedia. Toma la historia del país
como navaja y, de forma casi quirúrgica, retira capa por capa de aquello que
conocemos como “mexicano”, pero en su pedantería intelectual, no hace nada más que
endulzar el trabajo de historiadores y sociólogos por medio de su cautivador uso de la
lengua española. Paz empieza, como buen acomodado del régimen, atacando aquello
que no se puede considerar parte del mismo: el pachuco. Lo ve como parte de México
y muestra, poéticamente, un odio o recelo ante la libertad absoluta que este personaje
posee con respecto al ecosistema donde el autor reside. Lo muestra como un infante o
un adolescente rebelde que no madurará debido a su negativa de integración con el
mundo que lo rodea.
Más aún, adentrados en los capítulos históricos, Paz actúa sólo como repetidor. Nos
explica las coyunturas nacionales, los aspectos sociales, políticos y culturales de las
generaciones, nos endulza la información que nos aburriría en un libro de historia por
medio de su excelente uso del español. Nos arrulla, despierta y excita en cada capítulo
que toca fibras sensibles, cercanas y lejanas. Nos habla de machismo y agresividad, de
silencio y sometimiento, de cerrazón e hipocresía, de máscaras, de malditas máscaras,
mismas que el usa y en las cuales se encierra durante su obra. Ataca a la historia, a los
arquetipos, a la economía y la religión, con aplausos y una antorcha en mano pretendo
seguir a Octavio hacia la hoguera de todos estos lastres que nos encadenan a una
realidad insípida y putrefacta, sin embargo, no logra aventar todo a la hoguera, propone
la quema de los males, pero no de todos. Se vuelve, como lo explica en el “Laberinto”,
verdugo, pero no víctima. Se siente en ocasiones que él y su papel se mantienen al
margen de la crítica, se da palmadas en la espalda, se vanagloria de su sapiencia y
gusto. Se presenta como un sabelotodo, que guía nuestro camino por medio de la
crítica a la historia y el contraste con las culturas, sin embargo, en el momento de las
preguntas personales prefiere callar y desviar la atención al pasado y no al presente.
Molesta que tuviese la fuerza de desmenuzar la historia nacional y no temer prender
fuego a los héroes clásicos, al indigenismo y los campesinos, a la iglesia y los liberales,
a los arquetipos y las leyendas, pero que, al momento de ser crítico con su presente, se
mostrara cabizbajo y débil, como si su fuerza se hubiese agotado en criticar el tiempo
desde la llegada de Cortés hasta la caída de Díaz. Olvida la barbarie de la Revolución y
la pestilencia de su estirpe. Se vuelve Pilatos, crucifica el pasado antiguo pero perdona
al reciente, y es exactamente esto aquello que me molesta y decepciona.
Como hijo de la Revolución, como discípulo acomodado del nuevo régimen, logra
criticar a quienes tuvieron su papel en la historia antigua pero no es capaz de criticarse
a sí mismo y a aquello que lo ha tomado como suyo, como una medalla.
Pero si hay algo que produzca mayor enojo en mi es que el “Laberinto” queda sólo
como casi la totalidad de los trabajos literarios: un revoltijo de malas y tristes
experiencias de las que no se proponen herramientas para superarlas, sino sólo un
montón de buenos deseos y frases rimbombantes que produzcan en el lector
melancolía y enojo. Paz termina mencionando que el mexicano ha despertado, se ha
conocido finalmente como fruto de una guerra civil que tiró a un caudillo eterno para
instaurar un partido de caudillos eterno. Pregunto, ¿Despertó el país o simplemente era
lo que en 1950 Paz necesitaba decir? ¿La autocrítica podría haber vislumbrado el
espectro de 1968 que es tocado en la Posdata del Laberinto? ¿No ya en 1950 el país
iba encaminado hacia aquél estruendo que marcaría un antes y un después en cuanto
a la vida del régimen y la fantasía, estúpida, en la que México se había sumergido con
respecto a ser “La Suiza de América”?
Mi molestia viene de la, aparente, ceguera autoinducida de Paz con respecto al fruto de
la Revolución y las cadavéricas manos que habían logrado acaparar el periodo de la
posguerra. Frente a la hoguera, Paz huye.

El águila y el cóndor: Anticolonialismo y Latinoamericanismo

Fue en 1921 cuando José Vasconcelos Calderón entregó a la naciente Universidad Nacional su escudo, mismo que se ha mantenido intacto a lo largo de casi ya un siglo. En palabras mismas de la Universidad Nacional Autónoma de México, como institución, se describe al escudo como una conformación de elementos mexicanos y latinoamericanos, resaltando la presencia de Latinoamérica, desde Tijuana hasta el Cabo de Hornos, por medio de la representación de la región latinoamericana geográficamente, protegida por un ave bicéfala que bien es águila real, símbolo de México, y cóndor andino, símbolo de Sudamérica (Juristas UNAM, 2019). Si bien expresa según el propio José Vasconcelos Calderón, “la necesidad de fusionar los pueblos y la cultura a partir de los factores espirituales, de la raza y de territorio, con el sueño bolivariano de una América unida.” ¿Qué significa esto realmente? Y más ¿cuál es el mensaje detrás de tal expresión gráfica y literaria?
Empezaré por mostrar la idea misma de José Vasconcelos, en sus propias palabras a través de su discurso “Los Motivos del Escudo” pronunciado ante la Confederación Nacional de Estudiantes en los años 30’s. Este dice lo siguiente: 
“Después de la Revolución, que tantas esperanzas engendró porque no se le ligaba con ningún pasado sombrío; porque en sus comienzos no intentaba continuar la Reforma sino rectificar la Reforma, resultaba indispensable provocar el crecimiento del alma nacional. Y ya que no podíamos reconquistar territorios geográficos, no quedaba otro recurso que romper horizontes y ensanchar el espacio ideal por donde el amor, ya que no la fuerza, pudiera conquistar heredades del espíritu, más valiosas a menudo que la disputada soberanía territorial. El paso inmediato, en consecuencia, era obvio: reemprender el esfuerzo ya secular abandonado y saboteado por las dictaduras nacionalistas, de ligar nuestro destino con los países de nuestra estirpe española, en el resto del continente.” (Sicilia, 2001).
Encuentra en la Revolución Mexicana, así como otros intelectuales y personajes públicos contemporáneos, una idea de un antes y un después que se aleja del pasado súbitamente y proponía un renacimiento. Toma la idea filosófica de la revolución, como un movimiento que va hasta el cambio total de la forma de gobierno e institucionalidad misma. La reestructuración misma del Estado, la sociedad, la economía y el derecho (González Uribe, 1972). De la Revolución Mexicana nace en José Vasconcelos el deseo de rehacer la realidad, no sólo repensarla y compadeciéndose de la misma, y en este caso, no sólo enmedio de las fronteras geográficas de México como un Estado-Nación, sino elevar a la misma Revolución Mexicana al ideal olvidado de la supranacionalidad regional, ataca explícitamente el nacionalismo, que en los años venideros terminaría por convulsionar al mundo en una nueva guerra mundial. Vasconcelos continúa su discurso así:
“La independencia del sur, con Bolívar, con San Martín, había engendrado no sólo nacioncitas, a lo liberal británico; también había inventado el anhelo de construir con los pueblos afines por el lenguaje y la religión, federaciones nacionales poderosas. Nosotros no pudimos conservar ni siquiera la confianza de Centroamérica, a efecto de haber construido una vigorosa federación del norte, aliada con el grupo disperso de los pueblos ilustres de Las Antillas. Todo por culpa de las dictaduras y de la confusión doctrinaria de la Reforma, que en su odio a España, nos deformó el patriotismo subordinado al recorte territorial y a la mentira de una soberanía fingida.” (Sicilia, 2001).
Es importante ver cómo, de cierta forma, empequeñece la acción independentista mexicana del siglo XIX, critica la falta de confianza de Centroamérica hacia el México independiente como federación, al mismo tiempo que critica la concepción clásica del Estado-Nación, apuntando a un deseo mayor, en cuanto a la unión de las sociedades regionales en una confederación como expresa con sus referencias a Simón Bolívar y José de San Martín. Encuentra en el odio al exterior, ¿en una xenofobia institucional o doctrinaria?, la razón de un nacionalismo tóxico y enfermizo sostenido en la idea de la soberanía. ¿A qué se refiere José Vasconcelos entonces? ¿A la necesidad de eliminar la soberanía de las naciones latinoamericanas en pro de una soberanía latinoamericana general?
José Vasconcelos recoge el tan conmovedor e idealista sueño de Simón Bolívar expresado en la Carta de Jamaica del 6 de septiembre de 1815:
“Es una idea grandiosa pretender formar de todo el mundo nuevo una sola nación, ya que tiene un origen, una lengua, unas costumbres y un religión, debería por consiguiente tener un sólo gobierno que confederarse los diferentes estados que hayan de formarse.”
Simón Bolívar ya mencionaba entonces las características fundamentales del Estado-Nación, una lengua, una costumbre o cultura, una historia común. Sin embargo, su idea, idealista en excelencia, no considera las diferencias y características reales entre la región latinoamericana, que si bien puede en ocasiones pensarse homogénea, incluso al interior de nuestro propio país la realidad es distinta y extrema, al grado que existen, como se dice de forma literaria y reflexiva, “varios Méxicos dentro de México”. La heterogeneidad y multiculturalismo mismos de Latinoamérica, reducidos en cuanto a la visión mestiza y criolla de los primeros libertadores de América Latina, terminaron por ser la piedra angular del problema social a lo largo de la región en cuanto a las comunidades indígenas de la misma región que vieron sus antiguas naciones y costumbres, ser reducidas ante la homogeneización colonizadora española y portuguesa durante la ocupación en América durante los siglos XVI a XIX (Stavanger, 2002). El sueño de Simón Bolívar era entonces reduccionista e invisibilizador, a pesar de su idealismo nato, en cuanto a la unión latinoamericana como un ente superior de estados confederados en la región.
Rodolfo Stavanger bien expresa que, al menos en el caso de México, la Revolución Mexicana, en el nivel de un antes y un después que pregona José Vasconcelos, fue de las primeras movilizaciones sociales en Latinoamérica que visibilizaron y trajeron a la mesa política el tema de los indígenas y la necesidad de reconocer la propia multiculturalidad y respeto a la autodeterminación de los pueblos dentro del territorio mexicano. 
Bien puede ser que se haya percibido como exagerada mi interpretación di con respecto al discurso de José Vasconcelos, sin embargo, era necesario señalar que si bien el idealismo bolivariano de una Latinoamérica unida, como un ente supranacional por encima de la multiculturalidad y heterogeneidad mismas de la región “debido a su origen común”, puede sonar esperanzador y cautivante en el discurso, apelando al sentimentalismo de una nación sometida al dominio extranjero por varios años y víctima de una mala administración nacional, no es del todo realista en cuanto al aspecto político y mucho menos abierta a la visibilización de las culturas y pueblos inmersos en los propios Estados latinoamericanos.
Vasconcelos bien lo dice, no busca la reconquista geográfica. No deseo que se malentienda lo que he expresado anteriormente, no busco que se vea a José Vasconcelos como un delirante individuo que soñaba con la revolución regional y un proyecto de confederación Estatal homólogo de la vieja Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas, sino marcar claramente la diferencia entre lo que muchos malentienden en las intenciones de Vasconcelos con respecto a la creación de la hermandad latinoamericana o de la propia idea de la “quinta raza o raza de bronce”.
Más bien, debe verse el discurso de esta “hermandad latinoamericana” como algo que parte no de su origen real en cuanto a su cultura, sino como algo que nace del aspecto socioeconómico e histórico que fue el colonialismo europeo; Menciona José Vasconcelos que fue el odio a España lo que deformó a Latinoamérica en una región de nacionalistas, sin embargo, puede verse que esa similitud histórica con respecto al antiguo imperio español es el punto de encuentro de Latinoamérica misma. José Vasconcelos pertenece a un mismo movimiento filosófico latinoamericanista que surge desde el siglo XIX con el movimiento anticolonialista americano y que renace en el siglo XX de la mano de la propagación del Marxismo en la región (Elam, 2017). 
Como movimiento contrario a la dominación de poder exteriores, otrora el imperio español o portugués, o la propia influencia creciente de los Estados Unidos de América en el continente americano desde el siglo XIX, se encuentra entonces el nacimiento de un movimiento anticolonial y reivindicador de la soberanía y la autodeterminación, atribuyendo los problemas “comunes” de la región latinoamericana, en cuanto a la economía, la cultura y la política, a la presencia de fuerzas externas ajenas a la región. El anticolonialismo latinoamericano se centra en la autodeterminación cultural y económica, más allá de la idea de independencia misma, como expone Daniel J.  Edam; se busca en los pensadores una forma estética y cautivadora, necesaria , para inspirar, y acompañar, el activismo político mismo. José Vasconcelos juega ese papel aquí, con la creación del escudo y el lema universitarios. Es un poeta, un intelectual, que usa su creatividad y sensibilidad a manera de propaganda de una idea en contra del colonialismo decadente. Busca con la simbología de una Latinoamérica unida la reivindicación del sueño de Simón Bolívar y los libertadores latinoamericanos en contra de aquéllo que se considera externo y tóxico. En su propio discurso, menospreciando la xenofobia originaria de los movimientos independentistas, José Vasconcelos se coloca como un personaje que elimina de tajo parte del continente americano pues lo considera ajeno al origen mismo de latinoamérica. Aplica una xenofobia poética, simbólica, esperanzadora y, quizás, revanchista, contra un Estado que México resintió durante su desarrollo independiente, contra un Estado que “lo despojó y desmembró” y que, hacía menos de 20 años, había ocasionado una militarización y matanza en el país mismo. José Vasconcelos, en su ánimo anticolonialista ve a Estados Unidos como el heredero de los imperios españoles en Latinoamérica. Lo omite, lo ignora, lo desaparece de forma simbólica y afianza el sueño de un reencuentro con el sur, con aquéllo que se había olvidado.
Vasconcelos se coloca entonces en un movimiento que proponía una alternativa al estatus quo mismo de la región, ya no sólo en el ámbito Estatal mexicano que buscaba eliminar de tajo aquélla tendencia europea que el Porfiriato había consolidado en México. Nuevamente como mencioné al inicio, Vasconcelos parte de la idea política de la Revolución como algo que se aleja del pasado y crea algo nuevo, algo distinto. Sigue al movimiento alternativo latinoamericano de la mano de otros pensadores anticolonialistas y reivindicadores de Latinoamérica como José Gaos, Francisco Romero, Arturo Ardao o Leopoldo Zea. Impulsa una nueva lectura histórica basada en los orígenes mismos del movimiento libertador del siglo XIX y de ahí su apoyo al sueño de Simón Bolívar o de la doctrina de José María Morelos y Pavón de una América para los americanos; busca exaltar lo latinoamericano, se basa en la geografía, misma que adhiere al escudo, como una madre patria regional entre aquéllos pueblos y naciones que se unen ante el extinto yugo imperialista europeo hispanoamericano (Saladino García, 2010).
Es entonces el escudo mismo, y el lema, no sólo la idea vaga de afianzar en México un sentimiento panamericano que busca la consolidación de un extinto sueño libertador sudamericano, sino una muestra poética y de propaganda con respecto a una nueva filosofía, a una nueva escuela que se extendía en Latinoamérica entrado el siglo XX. José Vasconcelos busca en la idea de una Latinoamérica unida y hermanada una base conciliadora y reivindicadora del pasado con el presente, rescatando aquello que para él no poseía vicios históricos o políticos, sino idealistas con una nueva alternativa y lectura histórica.
El cóndor y el águila, protectores de Latinoamérica, y satirizando a la caduca águila bicéfala imperial española se colocan como prosa de un discurso gráfico de una nueva forma de ver y hacer a la realidad de una región que si bien es heterogénea y multicultural, parte de un pasado común y comparte características propias de los hermanos y los primos en el seno familiar. No son iguales y tampoco se busca su homogeneización, sino un lazo fraternal que reconoce las diferencias a la vez que se enfoca en las similitudes y la consanguinidad del mestizaje latinoamericano.
Es entonces el escudo no otra cosa que un statement político y filosófico que afianza una escuela alternativa de regionalismo y fraternidad que busca, en la tan noble creación de una Universidad, un lazo intelectual, cultural e histórico con aquéllos que consideramos hermanos y parientes, algunos más cercanos que otros, en vísperas de una nueva realidad mundial donde la fraternidad terminará por ser escudo contra los intereses expansionistas y neocoloniales de aquellas potencias en el mundo que a lo largo de la historia han abusado, o intentado abusar, a Latinoamérica.

Bibliografía

Elam, J. Daniel. “Anti Colonialism”. 27 de diciembre, 2017. Global South Studies: A Collective Publication. The Global South medio electrónico. 16 de mayo, 2020. Https://globalsouthstudies.as.virginia.edu/key-concepts/anticolonialism 
Juristas UNAM. El Escudo y el Lema Universitario. 22 de febrero, 2019. Juristas UNAM medio electrónico. 16 de mayo, 2020. Https://www.juristasunam.com/el-escudo-y-el-lema-universitario-2/25939/25939
González, Uribe. “Vicisitudes en la Vida del Poder Estatal”. Teoría Política. Editorial Porrúa, 16a Edición. México, 2017. Pp. 418-421. Impreso.
Saladino García, Alberto. “El Latinoamericanismo como Pensamiento Descolonizador”. 2010. Universum medio electrónico. 16 de mayo, 2020. Https://scielo.conicyt.cl/scielo.php?script=sci_arttex&pid=S0718-23762010000200011&lng=es&nrm=iso 
Sicilia, Javier. “Los Motivos del Escudo”. José Vasconcelos y el Espíritu de la Universidad. Universidad Nacional Autónoma de México. México, 2001. Pp 172-175. Impreso.
Stavenhangen, Rodolfo. “Identidad Indígena y Multiculturalidad en América Latina”. Araucaria. Volumen 7. El Colegio de México. México, 2002. Pp. 13-22. Impreso.

De siervos y señores feudales

“Los valores y actitudes de la sociedad mexicana - moldeada por el cincel colonialista - han sido más difíciles de modificar de lo que ha supuesto el optimismo criollo, cuando éste ha existido”. Lorenzo Meyer entierra en la piel mexicana aquél cadáver que México carga sobre sus espaldas a pesar de su pútrido estado. Toma el cadáver de la Nueva España y lo coloca sobre la mesa, esperando que el lector capte el aroma pútrido de algo que, por vergüenza u obstinación, se prefiere ignorar para continuar con una fantasía de victoria total. Una victoria total contra un monstruo construido como enemigo público por y para el orgullo nacional, con el único fin de despojarnos de nuestras obvias raíces y diferenciarlas, estúpidamente, de aquéllas que el mexicano se miente, a medias, como propias.
Las raíces colonial e indígena, tan ajenas por separado pero tan tóxicas en conjunto, que afianzaron, con perfecta coordinación, los cimientos del presidencialismo mexicano que por poco más de dos siglos se ha encargado de repetir una y otra vez la misma historia del autoritarismo encarnado. La herencia del Tlatoani y los caciques indígenas, alineados con la herencia del Señor Feudal y los señoríos castellanos. Una increíble y peligrosa unión que lejos de significar el fin de cada una, se mezclaron para perpetuar un sistema que estaba progresivamente decayendo en la sociedad.
Tomando las ideas de Max Weber, podríamos decir que la sociedad mexicana, y sus respectivas raíces en el territorio mexicano tanto coloniales como indígenas, no han logrado separarse de la dominación tradicional, basada en la creencia sagrada de líderes santificados, y de la dominación carismática, de los líderes fuertes y carismáticos que logran manejar a la sociedad; el mexicano, en sus propias creencias y valores se encuentra entre las fases teológicas y metafísicas del desarrollo social, según el positivismo. Ve en los personajes fuertes una manera, vergonzosamente, de liberarse de la responsabilidad que implica asumir una ciudadanía, permanece en un estado de servicio frente a los Señores Feudales, se convierte la sociedad en siervo eterno en razón a que este le permita un modo de vida cómodo o no tan precario. Escribe Lorenzo Meyer que “la actitud de la opinión pública aceptaba la marginación del ciudadano promedio de los procesos políticos y la irrelevancia de las elecciones, a cambio de que los dirigentes de la cúpula corporativa garantizaran el crecimiento económico sistemático por la vía de una industrialización”. Adaptemos la línea, un poco rancia, al contexto actual y tendremos sólo el cambio de algunas palabras por otras, sin que el mensaje haya cambiado. Industrialización por crecimiento económico, cúpula corporativa por élites gubernamentales, fifís,empresarios, grupo atlacomulco, etcétera. El mensaje permanece estático aunque las palabras lo distingan del pasado. La sociedad mexicana, así como los siervos feudales, no buscan otra cosa más que la comodidad de vivir debajo del señor feudal, del presidente o del Estado para tampoco darle a la presidencia un poder que evidentemente se ha degradado desde la década de los 80s a la fecha. La sociedad mexicana, marginada en lo general y dividida en lo particular, siempre ha estado más interesada en el bienestar económico que en el político por la simple razón de que no ha experimentado un verdadero desarrollo económico sostenido que, como en otros países ya desarrollados, le permitan preocuparse de otra materia distinta a la de llevar un kilo de tortillas y frijoles a la mesa día a día. Es esta miseria, esta mayor importancia a un bienestar económico que permita el desentendimiento y la despreocupación por alimentarse, lo que el Estado, el autoritarismo mexicano y el presidencialismo feudal han aprovechado durante su existencia.
Más aún, se perpetúa la santificación o exageración de la fuerza de estos líderes, caudillos y civiles, en razón a que ante la propia miseria y la espera eterna por salir de ella, cualquier ayuda se convierte en milagro, cualquier audiencia se convierte en honor y cualquier acción, obligada por la ley, se vuelve misericordia. Se ignora la obligación de servir y se exagera la decisión de cumplir, cuando la primera debería ser la máxima y la segunda sólo una antesala ante la obligación. 
La sociedad, por hambre o comodidad, se transforma en masa. Adquiere las características de la teoría de Gustavo Le Bon y se vuelve inconsciente, ¿por voluntad?, ante la agitación de los líderes y el contagio mental que provoca, desde siempre, el corporativismo mexicano desde sus raíces milenarias en la Península Ibérica y el Valle de México, dice Lorenzo Meyer: “Mientras ese momento no llegue, la masa deberá, por agrado o por fuerza, marchar al paso que marque el tambor que le toquen los líderes desde la cumbre del poder.” La masa lleva a sus integrantes a cometer actos extremos y se convierte en herramienta del poder, es impulsiva ante los estímulos externos, es inconsciente de su condición bajo una estructura feudal que la convierte sólo en siervo, es intolerante ante lo nuevo o lo que suponga un cambio, como aquéllos ciudadanos que buscan el quiebre de una política eterna de sumisión y delegación de responsabilidades a un Estado omnipotente, se excita ante las acciones de su amo, ante los arrestos mediáticos, ante los discursos patrióticos para defender al país como sabuesos, ante las reformas estructurales que traerán el tan esperado desarrollo, ante las promesas de ayuda a los marginados o de inclusión para los excluídos.
El mensaje sólo ha cambiado en las palabras y los enemigos, pero el sentido del mismo sigue intacto. Es una mentira. Es una herramienta para perpetuar a un sujeto como cabeza de Estado. Emperadores oportunistas, licenciados y militares oaxaqueños, liberales educados en Francia o centralistas educados en los Estados Unidos, pequeños y gordos empresarios, castellanos con armaduras de acero e indígenas coronados con plumas de quetzal. La verdad es que el rostro es lo único que cambia, pues la figura se perpetúa. Sujetos que llegan amparados por discursos y masas rabiosas que afianzan sus raíces apenas tocan la silla presidencial. Pareciera una maldición, como históricamente se cree mencionaba Emiliano Zapata.
Pero más allá de una maldición es sólo la repetición constante y emulación distante lo que provoca figuras individualizadas de poder, llámese presidente, gobernador, líder sindical o regidor. El nivel no importa, pues todos siguen una estructura que mira siempre a la cabeza en vez de actuar con respecto a la base. Es una tradición histórica servil, atada de pies y manos ante la caridad de los líderes y su beneplácito. Es una cultura de esclavos clavada, como un alfiler, en la médula del mexicano.
El fin llegará cuando los siervos comprendan su papel en la sociedad y encuentren el sentido de decir que la soberanía reside en el pueblo y no en sus dirigentes. Cuando la sociedad deje atrás su papel de dominados por el papel de liderados. Es muy distinto hablar de dominación y de liderazgo, cosa con la que el Méxicano se identifica de manera fantasiosa. Se dice líder, líderes políticos, líderes de opinión, líderes de grupo, de clase, sindical, etcétera. Se asusta de usar la correcta descripción, pues es un cínico en la acción pero no en el lenguaje. Le asusta saberse un dominador por escrito, un dictador, un autoritarista, un patrón, un amo. Prefiere la levedad y sutileza de ser un líder en las palabras, un presidente democrático, un líder férreo, un jefe flexible, un guía social. 
Es como decía Octavio Paz en el Laberinto de la Soledad, con respecto a esa cultura vergonzosa del mexicano mentiroso, que busca en la mentira una manera de evadir su responsabilidad y su verdad, debido a que esta le resulta desagradable y asquerosa. Se siente cómodo en la mentira, en el “ya vamos a salir de la pobreza”, “pronto seremos un país de primer mundo”, pero evade la verdad de “necesitamos una sociedad madura política y civilmente”, “para llegar al primer mundo hay sacrificios que como sociedad deberemos tomar”. El mismo súbdito, el siervo mexicano común, prefiere la dulce mentira de su señor para olvidarse, aunque sea por un momento, de su marginación y desdicha. Es un círculo vicioso, el señor feudal miente para perpetuar su influencia, el siervo toma la mentira para escapar de su realidad, el señor feudal le entrega una limosna que le ayude con el hambre, el siervo calla y apoya a su señor feudal. ¿De quién es la culpa, del mentiroso o del que sabiendo la mentira prefiere callar para subsistir en el mismo estatus? ¿Cómo exigirle al siervo revelarse cuando de hacerlo perderá el sustento que permite su sobrevivencia? ¿Cómo exigirle al privilegiado que apoye al siervo para aumentar el grueso de su lucha contra el dictador? El autor lo reafirma, la debilidad social mexicana es resultado de una fragmentación extrema entre clases y grupos sociales al interior. No existe forma de encontrar puntos de acuerdo pues cada grupo, como el mexicano encarnado mismo, es egoísta. No buscan el acuerdo sino la imposición de sus ideas y voluntad, son reflejo de aquella figura omnipotente que ocupa el Ejecutivo, son el reflejo de la cultura de dominación. Gracioso que un país que desde sus raíces experimentó la esclavitud y que durante varios siglos ha estado sujeto a influencias y voluntades externas, trate de emular a sus caducos, o aún vigentes pero sutiles, amos.